Ya. Vivámosla, celebrémosla, cuidémosla. Y se empieza a cuidar la Semana Santa cuidando al nazareno. Protagonista señorial, popular y espléndido en la obra de García Ramos “Nazareno, dame un caramelo”; sujeto de la espiritualidad más profunda en el texto El esparto, de Juan Sierra; o inspiración de los nostálgicos versos de Rafael Montesinos. El nazareno es la hermandad que da público testimonio de fe y hace penitencia saliendo en procesión con sus titulares. Un testimonio de años o siglos de fe, devoción, y fidelidad también a una corporación. Los nazarenos no son el relleno entre los pasos, como los anuncios del intermedio. Ni son algo recortable, como un producto al corte, o metreado al gusto de un cliente que se aburre o se cansa pronto. Una cofradía no es un espectáculo, por lo que no debemos considerarla como tal. Es una manifestación de fe muy compleja, con muchos componentes, que no debe ajustarse al capricho de un supuesto consumidor, ni a los ritmos exigidos ahora para tantas otras cosas, marcados por la velocidad de un cambio de pantalla.

Primero fueron las cofradías, luego llegó el público. No podemos invertir el proceso para crear unos productos que satisfagan a un determinado destinatario, porque sería quebrar el significado de la propia Semana Santa para convertirla en otra cosa. Por eso es tan importante invocar y enseñar el respeto al nazareno y lo que representa. Respeto primero de la propia hermandad en la organización de su cofradía; luego de los organizadores de la Semana Santa en el trato al nazareno y su consideración como elemento fundamental a la hora de atender otras cuestiones organizativas. Respeto del público, que debe conocer qué es y qué representa su figura. Y antes que nada, por parte de nosotros mismos, dándole la sacralidad que tiene al rito de vestir el hábito nazareno y el respeto que merece. Dárselo y exigirlo a los demás cuando, como público, vemos al nazareno. Respetemos su figura, su penitencia, sus filas, y transmitámoslo así a las nuevas generaciones.

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