Hacia la misma hora de aquella noche santa en Belén de Judá, Jesús Nazareno pisa de nuevo nuestra tierra, mientras se ultiman los preparativos de su besapiés en San Antonio Abad. Allí hoy, primer viernes de marzo, vuelve a celebrarse la Natividad, porque Dios encarnado se acerca a compartir nuestras vidas e impregnarse de cuanto en ella acontece. Sobre esta tierra construimos nuestros sueños, retos y esperanzas del día a día, empiezan a andar los más pequeños, se cimenta el progreso, aparecen también las injusticias y se riega con la sangre de las guerras. Y bajo esta misma tierra enterramos a nuestra gente. Es el suelo que se mueve bajo los pies de nuestras limitaciones, miedos y dudas, donde malduermen quienes no tienen techo. El mismo por donde procesionan las cofradías, están las huellas de nuestra historia y pasea nuestra memoria. El que quedó aterido y desierto durante la pandemia cruel, o que tembló por avalanchas y carreras. El mismo suelo que cada noche de Nisán espera recoger Su mirada dulce, derramada junto a la orilla que desde aquella primera Madrugada, dibujan con trazo exacto los Primitivos Nazarenos de Sevilla. Suelo atónito, rugoso y frío, enlosado de burla, infamia, llanto y muerte, listóstrotos donde abrazó la Cruz y en ella nuestro rescate.

Dios se hace hombre en Jesús Nazareno y, bajando hasta nosotros, consagra el suelo de la ciudad con sus pies. Los mismos que recorrieron Galilea y hoy pisan nuestra tierra y caminan junto a nosotros por nuestra vida. Los mismos que arrastraron por los tribunales la noche del Jueves Santo, que tropezaron hasta tres veces por la calle de la Amargura. Y los mismos que se apoyaron en la losa del sepulcro para levantarse triunfal cuando llegó la hora al tercer día. Por eso el Dulcísimo Nazareno se muestra hoy en su besapiés así, enarbolando con su abrazo la Cruz, estandarte de la vida resucitada.

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