Carlistas y caciques

Ha retornado los viejos carlistas y los acogen nuevos caciques (esta vez socialistas) con fraternos abrazos

A comprender mejor los recientes sucesos de la política española puede ayudar el verlos como repetición de viejos fenómenos. Que llevan dos siglos dando tristes señales de vida, con periodos en que se aletargan para volver a resurgir con aparente aire más moderno. Pero no hay que dejarse engañar por el nuevo barniz novedoso que los enmascara. Así, los nacionalismos vasco y catalán, por ideología y por orígenes son continuaciones del más rancio carlismo decimonónico, aunque revestidos con otros disfraces. Basta leer el libro de Antonio Pirala para captar que las ambiciones políticas de carlistas y nacionalistas, antes y ahora, han pretendido lo mismo: amurallar su terruño para ser ellos, en exclusiva, los únicos que manden, apelando sentimentalmente a las cuatro tradiciones que se divisan desde su propio campanario. Empezaron con la ayuda, de mucho cura trabucaire y han continuado colocando sin pudor, en los puestos claves de su administración, solo a sus adictos. No han necesitado ideas, les ha bastado con inventarse que unos enemigos –los españoles– iban borrar los cuatro emblemas de sus territorios. A su vez, han convertido sus lenguas en fetiches sagrados que justifican la exclusión del cualquier otro que pretenda mandar. Paradójicamente, a pesar de tantas pruebas de insolidaridad, los distintos gobiernos centrales, desde Madrid, incluido el franquismo, los han querido ingenuamente contentar (para que el abrazo de Vergara perdurase), concediéndoles anacrónicos fueros y un proteccionismo fiscal que perjudicaba a las otras regiones. Una clara injusticia histórica, llevada a cabo por medio de otro fenómeno político decimonónico, colindante y complementario con el carlista: el caciquismo. Que también ha vuelto a revitalizarse de la mano del gobierno de Pedro Sánchez para intentar de nuevo contentar a los insaciables nacionalistas. Porque, resumido de forma clara y contundente, el caciquismo en su origen fue una cínica maniobra –léase el libro de Javier Tusell– mediante la cual se compraban los votos a unos electores para conseguir nombramientos que permitieran gobernar. Exactamente eso. Por ello, no hay ejemplo más pedagógico de caciquismo que el realizado recientemente por el presidente socialista del Gobierno. Pero, esta vez, sin tapujos y con luz y taquígrafo, para que la gente que quiera se entere que han retornado (si alguna vez se fueron) los viejos carlistas y, en esta ocasión, los acogen nuevos caciques (esta vez socialistas) con fraternos abrazos. ¿Sólo falta saber quién pintará esta nueva versión del famoso cuadro de Vergara?

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