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Cultura

Una tragicomedia austral

  • Alfaguara publica 'Memorias de una dama', tercera novela de Santiago Roncagliolo donde se glosa el reducido mundo de las clases altas bajo los regímenes antillanos

Se ha escrito mucho sobre la figura del tirano austral, sobre su voraz y estrepitoso caudillaje, así como de aquellas clases altas que propiciaron el ascenso de un dictador, que a la vuelta defendiera el abultado número de sus privilegios. Esto mismo podría aplicarse a la historia de Europa, dando nombres y apellidos que aún ilustran las revistas de moda; no obstante lo cual, las tiranías australes, para el lector continental, parecen conservar una suerte de ingenuismo atroz, de folklorismo sangriento, donde quizá radique el éxito de un género radicalmente hispano: la novela del dictador. Novela de dictador es el Tirano Banderas de Valle, Yo, el supremo de Roa Bastos, El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, La fiesta del Chivo de Vargas Llosa. Novela de dictador es, en cierto modo, la peripecia errática de Simón Bolívar descrita por García Márquez en El general en su laberinto. Novela de dictador, en suma, es la Leyenda del César Visionario de Francisco Umbral, el Galíndez de Vázquez Montalbán, así como estas Memorias de una dama del peruano Santiago Roncagliolo.

¿Por qué novela de dictador? Para ser más precisos, habría que decir que Memorias de una dama es una novela de dictadores, pues aquí no sólo acuden Batista y Trujillo, espadones tropicales, sino la sombra desmesurada y neta de Mussolini, la barba de Fidel Castro y el insidioso vivaquear de la mafia italiana por todo el orbe conocido (nadie ignora el destacado papel de la Cosa Nostra en la toma de Italia por los aliados). Decía que se trata de una novela de dictadores, ya que Roncagliolo, a más de presentarnos la figura del trasterrado americano, bien sea el emigrante que protagoniza el libro, bien la alta dama cuya historia contienen estas páginas, lo que apronta es un retrato de época: la de aquellos linajes de ultramar, poseedores de gigantescas fortunas, que quisieron perpetuarse mezclándose con las clases emergentes, con las mafias por venir, con el poder en cualquiera de sus variantes, y así hasta conseguir un selecto club de sportmen que dirigieran el país en los ratos de ocio. Ya se ha dicho que esto mismo es aplicable a cualquier geografía, a cualquier casta dirigente; pero quizá la brevedad de aquellas naciones, lo recoleto de su insularidad, hace más obvio lo que aquí se diluyó en grandes paradas militares y ministerios de fomento. No hace mucho, en su ensayo Republicanos, el peruano Fernando Iwasaki recordaba la común propensión al caudillismo que acucia al mundo iberoamericano, y ello desde los espadones decimonónicos al parvo iluminismo regional, cantonalista, de nuestros días. Esto significa que hubo una costumbre de lo autoritario en el mundo hispano, como hay una costumbre de la transparencia, un prejuicio de la fe, en la orilla anglo-sajona (In God we trust, etcétera) o una inveterada inclinación a la melancolía en la ribera lusa.

Volviendo a la Memorias de una dama de Roncagliolo, hay dos partes diferenciadas en su composición, y ambas con desigual fortuna: una es aquella donde el narrador se presenta, y donde su peripecia vital, su condición de sin papeles peruano en Madrid, le lleva a conocer a Diana Minetti. La otra es la propia historia de esta dama antillana, exiliada en París, y cuya ancianidad quiere encontrar, mediante unas memorias por encargo, una forma de testamento o de venganza. En la primera, el protagonista se ejercita en un tipo de ingenio, incesante y autógeno, que sólo queda bien en el Philip Marlowe de Chandler. En la segunda, Roncagliolo construye una novela inteligente y precisa, donde las pasiones humanas (la codicia, el temor, el bíblico apetito de otra carne) anudan esta pequeña crónica del XX ultramarino. En novelas anteriores (Pudor y Abril rojo), Roncagliolo acudió también a este humorismo infantil, quizá para compensar lo doloroso, la intimidad afligida que abunda en sus obras. No lo sabemos. Sí sabemos de cierto que en Memorias de una dama hay ratos de novelista mayor y trozos de colegial importuno.

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