Crítica

'La herencia Valdemar': Lovecraft de rebajas

La herencia Valdemar. Terror, España, 2010, 100 min. Dirección y guión: José Luis Alemán. Fotografía: David Azcano. Intérpretes: Daniele Liotti, Laia Marull, Óscar Jaenada, Paul Naschy, Silvia Abascal, Rodolfo Sancho, Jimmy Barnatán, Ana Risueño, Eusebio Poncela.

Esta crítica podría enumerar las bondades de la literatura fantástica y el gótico victoriano, también todas las adaptaciones cinematográficas que se han hecho de la obra del maestro H.P. Lovecraft, a cuyo espíritu se pretende homenajear en esta cinta. Como todo eso ya lo pone en la Wikipedia y esta Herencia Valdemar no se merece tanto preámbulo, nos limitaremos a contextualizar esta desafortunada película en su marco industrial, lo que nos habla, entre otras cosas, de la enorme ambición aunque escasa imaginación de los cineastas españoles amantes del género de terror, empeñados en rehacer una y otra vez la misma historia (véanse Los otros o El orfanato) a partir de unos mismos referentes y paisajes que, como también pueden imaginar, nada tienen que ver con una tradición cultural propia y sí mucho con las modas del momento o con una nostalgia cinéfila muy limitada.

La herencia Valdemar, primer largo escrito, producido y dirigido por José Luis Alemán, alardea en sus notas promocionales de no tener subvención pública alguna, de un gran presupuesto de 13 millones de euros, de una fidelidad al espíritu del cine de terror clásico de la Universal y la Hammer, de un lanzamiento comercial masivo con 250 copias en circulación y, en letra pequeña, de ser la primera parte de un díptico que se completará con un nuevo filme aún sin fecha de estreno prevista.

Efectivamente, a medida que se desarrolla esta historia en dos tiempos, un presente chusquero de agentes inmobiliarios y detectives grunge y unas postrimerías del XIX no menos acartonadas y con olor a naftalina ibérica, se ve venir que La herencia Valdemar no puede cerrarse de ningún otro modo que no sea el del falso suspense de una mala teleserie, defraudando doblemente al espectador no avisado: primero, por la escasa calidad e interés, por decir algo, del producto; segundo, por la obligación de tener que pasar de nuevo por taquilla si uno quiere enterarse de cómo acaba la cosa.

Si la operación comercial pudiera ser astuta aun en los límites del engaño, lo de las calidades del filme es ya muro de hormigón con el que se topa hasta el más entregado de los espectadores: una absoluta incapacidad para narrar, siempre a trompicones, sin sentido alguno del ritmo o la elipsis, una pobrísima puesta en escena, un nulo sentido de la atmósfera o el terror, unas interpretaciones enfáticas y lamentables de un elenco que debería pasar urgentemente por un logopeda, una fotografía triste y plana o unos efectos digitales escasos de segunda categoría hacen de este filme un subproducto de género al que cada argumento superlativo de su publicidad no hace sino ridiculizarlo aún más.

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