Robot salvaje | Crítica
Divertida, emocionante y espectacular obra maestra
Crónicas de la vida que pasa | Crítica
'Crónicas de la vida que pasa'. Fernando Pessoa. Traducción de Juan Carlos Postigo. Prólogo de Pedro Sepúlveda. Hermida Editores. Madrid, 2019. 136 páginas. 12,90 euros
Causa hoy perplejidad ver a un émulo turístico de Pessoa, disfrazado por las callejas lisboetas, en plan reclamo patético de quien fuera aquel soñador de ultramar, creador de heterónimos y miembro de la civilización de los rosacruces. ¿Qué pensaría hoy Pessoa de tal fantoche? Igual hasta le habría agradado este otro heterónimo, visible y carnal, pero en cierto modo ausente por estar presente. Con Fernando Pessoa nunca podía saberse. Igual que no se sabía casi nunca si andaba sobrio o ebrio. Como su colega y coetáneo James Joyce era un abstemio que nunca tomaba alcohol entre bebidas, como solía decir el padre del antihéroe Leopold Bloom.
Así era y así fue el autor del imperial Libro del desasosiego (quien no lo haya leído no conoce la felicidad). En 1915, año movedizo en mitad de la Gran Guerra, el joven Pessoa escribió varias crónicas para el diario O Jornal. Como era de prever –salvo para sus ingenuos editores– algunas de sus piezas causaron escándalo y la colaboración fue suspendida. La revista Orpheu publicaba por entonces sus editoriales en forma de ideales para lo por venir. Pero en el prosaico avatar del día a día abril de 1915 fue, decíamos antes, inestable para Portugal. Cayó el gobierno y se instituyó la gobernanza militar de Pimenta de Castro, de cortísimo vuelo, pues cayó también con la revolución del 14 de mayo del mismo año.
Se recoge en Crónicas de la vida que pasa la serie de artículos que Pessoa concibió y pergeñó para la citada cabecera. Anida en el joven Pessoa el reconcomio moderno que venía de Nietzsche y de su idea de que acudir a la verdad llevaba a un problema de interpretación y de lenguaje. En estos sueltos de 1915 parece existir cierta hilatura o voluntad de discurso social y político (con todas las cautelas debidas, eso sí).
Del 5 de abril es su primera crónica.
"Ser coherente es una enfermedad", afirma por aquello de tocar las narices y lo que no son las narices. Pero no le falta razón. ¿Quién puede fiarse del hombre coherente en sus ideas cuando celular y cerebralmente uno nunca es igual a como fue ayer? Para Pessoa la transitoriedad es lo propio del hombre sensible. En política hay que ser voluble. Uno "es republicano por la mañana y monárquico al atardecer; ateo bajo un sol descubierto, es católico ultramontano a ciertas horas de sombra y de silencio; y no pudiendo reconocer más que a Mallarmé en esos momentos del anochecer urbano en que florecen las luces, debe sentir todo el simbolismo, una invención de loco cuando, ante una soledad de mar, no sabe más que de la Odisea". Groucho Marx dijo lo mismo acerca del cambalache de sus principios. Pero no lo dijo de forma tan opiácea y bella como Pessoa.
El 8 de abril critica que los portugueses padecen de un exceso de disciplina. Se parecen a los alemanes y, como los alemanes, precisan de la misma enfermedad: la autoridad. Para el joven escribidor Portugal necesitaba a "un indisciplinador". Los jóvenes de su hora, la nueva hornada, debían trabajar para "perturbar las almas" y poder "desorientar los espíritus". Consigamos –decía– una "anarquía portuguesa", que haga de la desintegración mental "una flor de valor".
En posteriores sueltos habla de un general ruso ahorcado por traición tras las derrotas sufridas frente a Alemania. Pessoa matiza el concepto de traición. No se olvide que, como no podía ser de otra forma, el joven poeta estaba de parte de Alemania en la Gran Guerra, a diferencia de la opinión pública portuguesa, que se mostraba como aliadófila. En abril de 1915 la guerra de trincheras y ratas en Europa tomaba visos de carnicería estancada, hasta que en la otra punta desde el Atlántico, por los Dardanelos, los aliados intentaron abrir una brecha fallida contra los turcos en Galípoli.
En otras piezas (todo el conjunto aquí reunido estaba inédito en español), Pessoa equipara a los monárquicos con la clase social de los chauffeurs. Se acoge al ideal de la milicia de los rosacruces, por cuanto tienen poder en la medida en la que renuncian a toda exhibición. "Todo hombre que merece ser famoso sabe que no vale la pena serlo". De sus coetáneos portugueses (11 de abril) les reprocha que son en exceso imaginativos. Pero el problema racial de su imaginación es que resulta deficiente, como casi toda imaginación, sea terruñera o cosmopolita. Hay que depurarla. "Educar a las nuevas generaciones en el sueño, en la fantasía, en el culto prolijo y enfermizo de la vida interior, se reduce a educarlas para la civilización y para la vida".
No podemos estar más de acuerdo con este espigador de paradojas de dentro y de fuera del mundo mortal. "Convicciones profundas sólo las tienen los hombres superficiales". Tal vez lo escribiera mientras traducía también correspondencia comercial en su discreta oficina, en la metrópolis de la decadencia. O tal vez lo escribió en un momento transitorio, cuando Pessoa era ya otro Pessoa, según fuera mañana o sobremesa.
También te puede interesar
Robot salvaje | Crítica
Divertida, emocionante y espectacular obra maestra
Los Radley | Crítica
La ley seca vampírica
Super/man: La historia de Christopher Reeve | Crítica
¿Hombre, superhéroe o santo?
No se admiten perros ni italianos | Estreno en Filmin
Animación artesanal, proletaria y antifascista
Lo último