Queremos tanto a James
De libros
Zarabel Santos-Rodríguez propone en 'Joyce. De perdidos, al Liffey' una deliciosa y un tanto irreverente semblanza del autor de 'Dublineses' y 'Ulises'
La ficha
'Joyce. De perdidos, al Liffey'. Zarabel Santos-Rodríguez. Prólogo de Ramón Espejo Romero. Maclein y Parker. Sevilla, 2018. 180 páginas. 18,50 euros.
"Nuestro autor era un auténtico desastre, en general, como ser humano. Joyce es ese vecino que pone la minicadena a tope un martes a las dos de la mañana, que se lía a perforar las paredes para colgar cuadros un domingo a las cuatro de la tarde, ese trabajador que siempre llega tarde a la oficina, ese cliente del restaurante que se presenta para almorzar justo un minuto antes de que se cierre la cocina y que no sólo almuerza, sino que además quiere postre y café; Joyce en los noventa nunca habría devuelto una película al videoclub rebobinada; en fin, Joyce en su vida diaria era el caos total, un agujero negro de la paz y la cordura".
Lejos de la rigidez y el tedio con el que algunos se acercan a la obra y la persona de otros creadores, Zarabel Santos-Rodríguez (Sevilla, 1984) aborda en Joyce. De perdidos, al Liffey (Maclein y Parker) al genio irlandés en un ensayo un tanto irreverente, delicioso y sin embargo no exento de rigor. La autora de este libro se enamoró del narrador cuando cayó en sus manos una pequeña edición de Los muertos, uno de los relatos más conmovedores de Dublineses, y desde entonces supo que, aunque "sus obras, sobre todo algunas como Ulises o Finnegan's Wake, no son simples novelitas con las que podemos entretenernos tumbados junto a la piscina", abandonarse en las páginas de Joyce era "sexy, por ello no nos extraña que Marilyn Monroe se hiciera una fotografía haciendo como que leía el Ulises y la aireara orgullosa. Empiece a leerlo, aunque sea por frivolidad, por desprecho, y terminará leyéndolo por placer", recomienda Santos-Rodríguez.
A esa causa hedonista -reivindicar el gozo que encierra la producción de Joyce- se entrega una propuesta que intenta bajar a su protagonista de esa altura inaccesible en la que se le colocó. "¿Tememos acercarnos a la obra de Joyce porque realmente lo hemos intentado sin prejuicios y nos ha parecido demasiado difícil o porque hemos sido bombardeados durante años con la idea de que Joyce es imposible fuera de los círculos académicos?" se pregunta Santos-Rodríguez, dispuesta en su trabajo no sólo a reivindicar el legado de un escritor que brindó "un profundo, original y fresco punto de vista" y una "mordaz crítica a la sociedad de una época", sino también a humanizar esa figura que con "ese sombrero, ese parche, esas gafas, ese bastón, esa pluma" provoca "miedo".
Así, el libro retrata a ese chaval hijo de un alcohólico -"dato, por otra parte, nada excepcional dadas las altas tasas de alcoholismo en Irlanda"- y de una mujer de la que se apartaría de manera irreversible -"cuando se vio obligado a hacer la confirmación, el joven escritor eligió como segundo nombre el de Aloysius, el santo que por miedo al contacto con mujeres no permitía a su madre abrazarle"-; plasma también al hombre que se enamoró de Nora, su compañeria de vida, cuando la vio por las calles de Dublín y se atrevió a pedirle una cita, lo que iniciaría una relación largamente criticada -"han sido muchas las ocasiones en las que se ha acusado a la esposa de Joyce de no ser una compañera ideal, de ser infiel a su esposo o de ser una ruda analfabeta carente de sensibilidad"- pero con pleno sentido: ella, "fuerte, independiente y práctica", se convirtió "en el nexo entre el autor y el mundo real" y contribuyó a hacer de la Molly Bloom del Ulises un personaje femenino sólido, una mujer que tiene un pasado, aspiraciones y vida sexual, detalles en los que no se detenían a menudo los autores varones.
Si turbulenta fue la relación de Joyce con su madre, no menos complicada resultó la vinculación del autor con su tierra natal. "Hoy día James Joyce es un símbolo para su país, aunque posiblemente sea porque muchos modernos compatriotas ignoran, o se esfuerzan por convencerse de que ignoran, que el autor del Retrato del artista adolescente antes de exiliarse de la madre patria en 1904 la definió como una cerda vieja que devora a sus propias crías", expone Santos-Rodríguez, que matiza, no obstante, que Joyce se encontraba en una incómoda tierra de nadie en esta cuestión y "el hecho de que nuestro autor criticase e intentase ridiculizar el radical nacionalismo irlandés no significa que estuviese en absoluto de acuerdo con la ocupación inglesa ni con las políticas imperialistas".
Ambivalente fue también, a su pesar, la postura que mantuvo con respecto a la religión. "El irlandés", se lee en De perdidos, al Liffey, consiguió escapar "de la iglesia, pero no así de Dios ni del adoctrinamiento al que había sido sometido desde que nació. Y este doloroso hecho es toda una alegría desde el punto de vista de sus lectores, puesto que sin la ira, la repulsión y la frustración que todo esto le provocaba, sus obras serían muy distintas".
A pesar de esas pesadas herencias con las que el irlandés tuvo que lidiar su propia batalla, la obra de Joyce, como subraya en el prólogo de este libro Ramón Espejo Romero, parte de la "conciencia de que la vida es una fuente de disfrute". Santos-Rodríguez perfila a un tipo proclive al gozo: enamorado de la literatura -"a través de las páginas de sus obras, el autor se convierte, en cierto sentido, en ese librero dedicado y amante de su trabajo que se encarga de recomendar obras a sus fieles clientes, deseoso de que estos disfruten tanto con ellas como él mismo"-, pero también de la Guinness y de la comida. "Si Joyce hubiera guardado un balance detallado sobre qué hacía con su dinero, seguramente veríamos que gran parte de este se le iba en comer a tutiplén en los restaurantes más exclusivos". Imaginarse a Joyce rendido a los placeres de la buena mesa, tan hambriento y humano, parece ya de por sí una buena razón para sacar al dublinés de esa "elitista mazmorra" en que algunos eruditos lo tenían encerrado.
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