Al otro barrio | Crítica
No soy racista, tengo un amigo negro
Simultáneamente a la celebración de Eurovisión, el Auditorio de Fibes albergó la noche del sábado otro fenómeno fan que muchos igualarían en furor y excentricidad al certamen europeo de la canción. Camela, el dúo madrileño que reventó las listas de éxitos en los años noventa, está girando por toda España con el concierto titulado 30 Años Contigo, una ocasión para entregarse a su legión de fieles seguidores, toda una hinchada que reivindica el poder de esa música romántica con sabor cañí que define a los inventores de la denominada techno rumba.
Como ocurre con los clásicos, la velada congregó a un público diverso en lo generacional y lo social que agotó las más de tres mil localidades del auditorio. Predominaban las pandillas de amigas en la cuarentena, pero se vieron familias al completo y hasta despedidas de soltera; también grupitos de veinteañeros de apariencia indie dándose un gusto culposo, ese toque kitsch tan necesario para una generación obsesionada con los revivals.
Porque con Camela ocurre lo mismo que con las orquestas de las verbenas: no cabe la mirada distante, estás dentro o estás fuera. Aferrarse a un gusto más o menos snob para mirar con altivez esta colección de canciones desprejuiciadas, supondría una tremenda muestra de mal gusto, y sobre todo una ocasión perdida para vibrar con la inmediatez de este estilo sui géneris.
Solo desde la entrega total se puede vivir un concierto que se desarrolló en absoluta comunión con el público, que coreó a pleno pulmón las canciones más conocidas del grupo, imponiéndose a ratos a las voces del dúo, que mostró un desempeño desigual, con tramos en los que chapoteó en la afinación. Porque definir cómo suena Camela es todo un reto. Aquí va un vano intento: baladas de inspiración rumbera cantadas a dúo -los dúos, otra entrañable reliquia de la música ochentera- en tesituras muy agudas, letras de un romance cursi y arreglos electrónicos.
Con esos mimbres los madrileños han sumado a su repertorio un buen puñado de temazos, subcategoría "de los que dan subidón", según se escuchó en un patio de butacas en el que no se sentó nadie. Crujía Fibes como una grada de barras bravas con los primeros versos de Corazón indomable, Nunca debí enamorarme, Estrellas de mil colores y por supuesto Cuando zarpa el amor, que cerró el bis, un auténtico himno, a la que precedió otra quincena de canciones.
Todo parecía transcurrir en familia, lo que explica que Dioni pudiera dedicar todo un interludio a enseñar fotos de sus nietos en la pantalla del escenario ante los entrañables jaleos del respetable. Y es que hay que entender lo que explicó Mari Ángeles al comienzo del espectáculo: Camela consiste “en cantarle al amor”; un amor naif, risueño y ficticio, pero en el que podemos refugiarnos del otro, el de verdad, tan complicado. Cuando la cantante preguntó quién en la sala estaba enamorado, todo el mundo alzó su mano. Era verdad: todos enamorados de Camela.
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