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De libros

Europa, Japón, Europa

  • De Waal firma un libro fascinante y doloroso, levantado sobre la memoria viva de sus antepasados, hombres y mujeres prominentes de la cultura y las finanzas del XIX y XX.

La liebre con ojos de ámbar. Edmund de Waal. Trad. Marcelo Cohen. Acantilado. Barcelona, 2012. 367 páginas. 26 euros.

Hay ciertas similitudes entre este libro de Edmund de Waal (libro extraordinario, melancólico, sutil), y el Ada o el ardor de Nabokov. Ambos comienzan con un árbol genealógico; ambos relatan la historia de una prominente familia rusa; en ambos se resume una variante del exilio. No obstante, ahí acaban las semejanzas y se abre la baraja, el azaroso naipe de las diferencias. Lo que en Nabokov fue una deslumbrante farsa a la manera de Tolstoi, con indudable fondo autobiográfico, en La liebre con los ojos de ámbar nos hallamos ante una memoria familiar, la de los Ephrussi, aglutinada (coagulada, diría Ruskin) en torno a unas pequeñas piezas de artesanía oriental, los netsuke japoneses.

Hay que subrayar que los Ephrussi, originarios de Odesa, comenzaron siendo comerciantes de grano y acabaron perteneciendo a la gran banca europea, emparentados con los Rothschild y la nueva aristocracia financiera de entresiglos. Hay que subrayar, igualmente, que los Ephrussi eran judíos, cuando el antisemitismo, auspiciado por el zar, extendió su ominoso influjo por todo el continente. Basta recordar el éxito de Los protocolos de los sabios del Sión, el demencial libelo que prefigura el Mein Kampf de Hitler, para entender el atormentado fin de los Ephrussi en Viena. Antes, sin embargo, De Waal nos ha llevado a París, al Hôtel Ephrussi de la rue Monceau, para explicarnos cómo nace la colección de netsuke del banquero y erudito Charles Ephrussi. Este Ephrussi, director de la Revista de Bellas Artes, amigo Manet, de Huysmmans, de Laforgue, conocido de Proust, mecenas de Renoir, admirador Moreau, antagonista de los Goncourt (Warburg lo cita como autoridad en sus páginas sobre Boticelli), sucumbe a la moda oriental que se abatió sobre los años finales del XIX. Y los netsuke, pequeños pasadores de marfil y boj, fueron una de las japoneserías que los impresionistas buscaron ávidamente en los anticuarios. El propio Freud, tan imbuido del Oriente, tuvo uno sobre su mesa de despacho. Es probable, por otra parte, que Ephrussi fuera el modelo de Swann de En busca del tiempo perdido; y también que su gabinete inspirara aquel otro de Des Esseintes en el A contrapelo de Huysmmans. En cualquier caso, los netsuke de De Waal (en forma de tigre, de ratón, de monje dormido, de conejo con los ojos de ámbar, de tonelero o de lobo), no son sino una hermosa bagatela que propicia esta sucinta historia de Europa. Así, cuando los netsuke viajen a Viena, como regalo de boda, el lector se abismará en el frágil esplendor de la capital del Imperio Austrohúngaro; y en consecuencia, en la ciudad de Adolf Loos, Hofmannsthal y Rilke, de Karl Krauss, Joseph Roth y Arthur Schnitzler, de Sigmund Freud, Gustave Klimt y Egon Schiele. También la de otro Adolf, que se anexiona Austria en marzo de 1938, trayendo la persecución y la ruina, el consabido exilio, a los Ephrussi. De allí, de la Viena de posguerra, los netsuke volverán al Japón ocupado por los aliados con un tío abuelo del escritor, Igge Ephrussi. Cuando éste muera, sin embargo, viajarán a Gran Bretaña, donde da inicio -donde finaliza, por el momento- esta fascinante y dolorosa historia.

Qué demuestra La liebre con ojos de ámbar. Probablemente, nada. En la segunda mitad del XX, la nouvelle vague de Robbe-Grillet creyó acabar con el "mito de la profundidad" y todo aquello que da espesor a las palabras, a los objetos, a la propia existencia. Guillermo de Torre los llamó "agrimensores de la literatura". De Waal, ceramista británico, ha utilizado esa profundidad, el intrincado hilo que anuda sus días a la memoria viva de sus antepasados, para firmar un libro admirable. Ocurre que sus antepasados fueron hombres y mujeres prominentes de la cultura y las finanzas desde mediados del XIX al primer tercio del XX. No obstante, es el amor a los objetos, al arte, a cierto modo de acariciar el mundo, lo que aquí triunfa. La liebre con ojos de ámbar es, pues, un fragmentario memorándum familiar. Pero no sólo ni principalmente. Y ahí, en esa fértil multiplicidad, reside su mérito indudable.

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