De libros

Músicas sin fronteras

  • Tras el éxito de 'El ruido eterno', Alex Ross regresa con una serie de ensayos que abarcan desde Schubert a Björk.

Escucha esto. Alex Ross. Traducción de Luis Gago. Seix Barral. Barcelona, 2012. 620 páginas. 23 euros.

Después de triunfar con El ruido eterno, ese recorrido por la música del siglo XX que en 2009 se alzó por sorpresa a la cúspide de las listas de libros más vendidos de medio mundo, incluida España, Alex Ross, crítico musical de The New Yorker, vuelve a la actualidad editorial con esta recopilación de artículos cuya traducción Seix Barral ha puesto otra vez con buen criterio al cuidado de Luis Gago.

El volumen contiene veinte ensayos, casi todos publicados originalmente en The New Yorker entre 1997 y 2010, aunque hay una excepción, un inédito dedicado a rastrear chaconas y bajos cromáticos por toda la literatura musical universal. Ross parece en verdad obsesionado con ese esquema armónico que desde el barroco los músicos usaron para poner todo tipo de lamentos en los labios de amantes despechados, reinas destronadas o madonas piadosas, y la cuestión reaparece una y otra vez por todo el libro, lo mismo en Schubert que en Bob Dylan.

Pese a su carácter recopilatorio y misceláneo, el volumen soporta una tesis: Ross aboga por abolir las fronteras entre los estilos musicales y abomina de la expresión música clásica, a su modo de ver "una obra maestra de la publicidad negativa, una proeza de antidespliegue publicitario". Por eso, el crítico estadounidense se fija muy especialmente en las rutas de comunicación entre estilos y encuentra que son mucho más fluidas en la vanguardia: "Los practicantes del free jazz, el rock underground y la música clásica vanguardista se encuentran, en la práctica, más cerca unos de otros que con respecto a sus colegas menos radicales".

Así que Ross se aplica el cuento y su mirada analítica enfoca igual las canciones de Radiohead que los experimentos de Cage, las audacias vocales de Björk que las de Marian Anderson o Lorraine Hunt, las experiencias de John Luther Adams en Alaska que las de Mitsuko Uchida en el Festival de Marlboro o las de Esa-Pekka Salonen en Los Ángeles. Es el tono periodístico, reporteril en ocasiones (el viaje a la China olímpica, el seguimiento de las giras de Radiohead, Dylan y el Cuarteto St. Lawrence o las sesiones de grabación de Medúlla de Björk), meramente informativo o divulgativo en otras (la búsqueda del alma de Schubert, la media áurea en Mozart o el tono crepuscular de Brahms) el que termina por igualar el tratamiento que da a unas y otras músicas.

Como ya demostrara en El ruido eterno, Ross maneja con eficacia los recursos discursivos capaces de mantener altas las expectativas del lector, y lo hace con una hábil dosificación de la información y una mezcla inteligente de erudición, análisis técnico, anecdotario y opinión, en la que se muestra generalmente cauto, aunque por estas páginas se filtran tanto las dudas acerca del estado actual de la interpretación verdiana como ciertos prejuicios hacia la producción vanguardista más radical o hacia el Regietheater, si bien la crítica extrema sobre ese concepto de puesta en escena operística tan enraizado en Alemania ha sido matizada, según confesión propia, en la reelaboración del artículo. También puede hallarse aquí, de forma inesperada, algún que otro juicio categórico: "[Lorraine Hunt Lieberson] fue la mejor cantante que escuché en mi vida".

Otro aspecto en el que el crítico de Washington se muestra en línea con su anterior publicación es la contextualización de la música en el ámbito social y político. Aunque el tratamiento histórico y cronológico le permitía en El ruido eterno un mayor énfasis sobre la cuestión, de donde derivaban algunas de sus mejores páginas, no faltan aquí referencias de interés, lo mismo al comentar el traspaso de poderes entre Salonen y Dudamel en California que al acercarse a una banda de instituto de Jersey o al bordear temas largamente polémicos en su país, como el de la homosexualidad (a cuenta de Kiki & Herb, un espectáculo teatral célebre en Estados Unidos) o el segregacionismo (en el artículo dedicado a Marian Anderson, la fabulosa contralto negra que ofreció el domingo de Pascua de 1939 un histórico recital en la escalinata del Monumento a Lincoln). La mirada continúa siendo, eso sí, genuinamente americana, aunque para un lector europeo eso sea lo de menos, pues en el fondo los dylanólogos se parecen tanto a los wagnerianos.

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