Crítica de Música

El peso de los acentos

En sus transcripciones de las sinfonía de Beethoven, Liszt lleva hasta el límite las posibilidades del piano a la hora de traducir la escritura orquestal al lenguaje pianístico y, por ello, suponen todo un desafío para el pianista que se enfrente a ellas. No sólo un desafío técnico, sino especialmente expresivo y fraseológico, pues obliga al intérprete a afrontar el teclado sin olvidar la versión original para orquesta. Ello implica, entre otras cosas, no perder nunca de vista, en la maraña de acordes del pentagrama, el sentido de la línea melódica, con sus acentos y notas principales por encima del denso acompañamiento.

En este punto radicó el principal defecto de las versiones que ayer ofreció Eduardo Fernández. Las notas estaban ahí (bueno, no siempre las correctas), pero todas con el mismo peso y el mismo valor, cuando era evidente que en esos acordes siempre hay una nota que adquiere un mayor valor significativo en el plano armónico y melódico y que, por ello, exige más énfasis en la articulación, más peso en el fraseo. Por no atender a esta necesidad discursiva, las versiones resultaban planas y atropelladas, a menudo emborronadas con notas erradas y con cesuras que rompían la línea de los motivos principales.

Comenzó el Adagio de la cuarta sinfonía con interés merced a su expresivo uso de los silencios y del carácter expectante de los trinos de la mano derecha. Pero una vez iniciado el Allegro vivace se pudo observar lo que sería la tónica del resto del recital: falta de coherencia y de una concepción unitaria de los movimientos, pasajes en falso (clamoroso el prolongado despiste en la danza campesina del tercer tiempo de la Pastoral), ausencia de rubato y difuminación de las líneas melódicas.

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