¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La revolución del pesebre
EL 20 de diciembre de 1860 los representantes electos del pueblo del Estado de Carolina del Sur, reunidos en Charleston, aprobaron por aclamación la Ordinance of Seccesion, documento con fuerza normativa que contenía la declaración unilateral de independencia de dicho Estado. Desde ese momento, al menos para los miembros de su Cámara Legislativa, Carolina del Sur dejó de pertenecer a los Estados Unidos de América; y digo que para ellos porque las autoridades federales nunca llegaron a reconocer esa declaración. Tras Carolina del Sur otros seis Estados -Mississippi, Florida, Alabama, Georgia, Luisiana y Texas- repitieron la jugada y obtuvieron, lógicamente, el mismo tratamiento de las autoridades federales. El 11 de Marzo de 1861 los secesionistas se unieron en lo que se llamó los Estados Confederados de América, cuya Constitución fue aprobada ese mismo día por una Asamblea reunida en Montgomery, Alabama. Más adelante se unirían a la Confederación, tras la correspondiente declaración unilateral, el Estado de Virginia -que, por cierto, se dividió irreversiblemente en dos como consecuencia de la misma- y los estados de Arkansas, Carolina del Norte y Tennessee.
La primera consecuencia de la declaración unilateral de independencia fue que las tropas federales acantonadas en Carolina del Sur buscaron refugio en Fort Sumter, posición fortificada situada en la bahía de Charleston donde fueron atacadas por las tropas confederadas el 12 de abril en lo que sería el primer episodio sangriento de la Guerra Civil americana.
Los motivos de la secesión y, por tanto, de la guerra fueron, lo mismo que sucede hoy en día y no obstante la creencia general, más económicos que humanos y tuvieron que ver, más que con la esclavitud que existía igualmente en el norte, con la creciente influencia del Gobierno federal en la política y en la economía del Sur.
La declaración unilateral de independencia se produjo, además, lo mismo que sucede hoy en día, en un momento de interregno político y, por tanto, de relativo vacío de poder, ya que tras la elección de Abraham Lincoln como Presidente en Noviembre de 1860 y antes de su toma de posesión, fue el presidente interino James Buchanan el que tuvo que hacer frente, más mal que bien, a los primeros embates de los secesionistas.
La guerra civil duró 4 largos años, se desarrolló casi en su totalidad en suelo de la Confederación y causó, además de la devastación de los Estados confederados, que tardaron casi 100 años en recuperar su nivel de riqueza relativa, 1.000.000 de bajas de las que 400.000 fueron víctimas civiles.
La guerra terminó el 9 de abril de 1865 con la rendición incondicional del general Robert Lee en Appomattox, aunque el cese total de hostilidades no se produjo hasta Junio de ese mismo año tras la captura y encarcelamiento de Jefferson Davis, hasta ese momento Presidente de la Confederación.
Durante los cuatro años de guerra, la Confederación, a pesar de haber gastado ingentes recursos en conseguirlo, no obtuvo el reconocimiento de ningún país del mundo, salvo una muy costosa carta que el papa Pio IX envió a mitad del conflicto al presidente Davis.
No parece que sea necesario explicar el porqué viene hoy este recuerdo histórico a nuestra tribuna. Es más que probable que en los próximos días o semanas tengamos que soportar -ojalá que no- una declaración unilateral de independencia de una parte de España. Es más que posible que tengamos que ver, una vez más, entre atónitos y humillados, a un grupo de irresponsables jaleados por una multitud de inconscientes, declarar el Estat Catalá desde el balcón del Palacio de San Jaime en Barcelona.
Pues bien, ante lo que seguramente va a ser el más grande desafío que ha visto nuestra generación a la convivencia pacífica, a la libertad, a la igualdad y a la solidaridad entre todos los españoles, procede, creo, tener confianza y conservar la calma y la unidad. Existen, aún con el Parlamento disuelto, mecanismos suficientes para evitar que el daño que conscientemente se nos va a causar a todos pase a mayores. La clave estará, sin duda, en la actitud que adopten los servidores públicos. De ella va a depender la profundidad y gravedad de la crisis que se avecina y lo cruento o incruento de la solución que a la misma haya que dar. Lo que sí está claro es que, pase lo que pase, España no se va a romper porque todos nosotros, y muy especialmente los andaluces, en ningún caso nos lo podemos permitir. La base de nuestra convivencia pacífica es la solidaridad, un valor que, cueste lo que cueste, nunca vamos a sacrificar.
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