Diario de la pandemia. Día 5

Ánimo, camareros

La calle Sierpes, casi desierta.

La calle Sierpes, casi desierta. / José Ángel García

UNA de las cosas que peor llevo por culpa del bicho es el regreso a casa por la noche al terminar la jornada metiendo la directa, sin parada de por medio.  La vuelta, así, ahora, es forzosa. Obligada. Hay que cumplir de forma escrupulosa con las normas. Además, aunque uno quisiera, qué va a hacer en la medianoche solitaria, con todo cerrado a cal y canto. ¿A dónde ir? No sé otras profesiones, pero en esta resulta poco menos que sagrado relajarse después de la brega. Relajarse no es ni más ni menos que encontrar un bar abierto, entrar y permanecer en él hasta que lo cierran.

Esto es imposible ahora, claro. La otra noche, en la frontera entre dos días, salimos de la redacción Juan de la Huerga y yo y lo hicimos disciplinadamente, él a un lado de la calle y yo al otro, manteniendo la “distancia de seguridad” –cada día que pasa me resulta más odiosa esta expresión–, aunque la impresión que dábamos es que habíamos discutido y evitábamos hablar entre nosotros. Pero no, íbamos de charleta, claro. Sobre el coronavirus, ¿de qué si no? Bueno, sobre el coronavirus y sobre el periódico. Es que los periodistas, al final de la noche, si no hablamos de y sobre el periódico no alcanzamos la satisfacción (extrema, porque a sadomasoquistas no nos gana nadie). Pero el daño (o sea, el placer) no era completo. En medio de la calle, casi a toda velocidad, me acordé de la película, pero le cambié el nombre: éramos dos hombres sin destino.Vale, lo teníamos, nuestras casas, pero habríamos dado una parte curiosa del sueldo por un bar abierto antes de llegar a ellas. De hecho, es lo que hacemos con frecuencia. Pero no iba a poder ser. El bicho también ha traído con él la Ley Seca.

No es que fuéramos perseguidos como Butch Cassidy y Sundance Kid, ni mucho menos, pero sí tuvimos que dar cuenta en un momento dado de nuestra presencia en la calle –a palo seco– a esas horas. Un patrullero de la Policía Nacional se acercó y los agentes nos preguntaron (también eran dos). Les dijimos la verdad. Acabábamos de salir del curro. Nos creyeron.

Y seguimos adelante, echando de menos nuestros bares, él los suyos y yo los míos, aunque coincidimos en un buen número.

Yo me acuerdo mucho estos días de los camareros. Yo quiero aplaudirlos hoy desde este diario. Como hacen otros ciudadanos desde sus balcones y ventanas con los sanitarios (tan merecidamente). Es un gremio que lo va a pasar mal, lo debe estar pasando ya muy mal. Espero que  el daño sea el menor posible, aunque me temo lo peor, y espero verlos pronto en los templos a los que suelo acudir a congraciarme con la vida (o a ciscarme en ella). En el Entrelíneas con un tercio de cerveza muy fría y en el Irlandés –que es como yo le llamo al Merchant– con un Jack Daniel’s bien servido. Y en muchos otros. ¡Ánimo a todos!

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