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Visita a Andalucía del Premio Nobel Fleming

Fleming, un santo con velas en los lupanares andaluces

  • El descubridor de la penicilina visitó Sevilla, Córdoba y Jerez hace 70 años, tres después de recibir el Premio Nobel de Medicina

Fleming, un santo con velas  en los lupanares andaluces

Fleming, un santo con velas en los lupanares andaluces

Sólo una cosa asombró más a Fleming que los rosales sevillanos, el puente romano de Córdoba o la levadura del jerez de Domecq: la devoción con la que le dieron la bienvenida los poderes fácticos y la veneración con la que el gentío le hacía fiestas. El descubridor de la penicilina, Premio Nobel de Medicina tres años atrás, había llegado a Sevilla desde Barcelona, donde presenció un España-Irlanda en Les Corts y fue a una corrida en la Monumental.

Futbolista o torero, alguna de esas cosas debió de sentirse el sir británico tras aterrizar en el aeropuerto de San Pablo un 7 de junio de 1948, aunque lo que quizá nunca supo con precisión fue el motivo de aquella desmedida idolatría.

El asombro del bacteriólogo durante su gira meridional ha quedado registrado en la prensa de la época. De los cientos de autógrafos tras pronunciar una conferencia pasaba a las riadas de gente que interrumpían sus paseos con la eminencia de turno. "¡Usted me ha salvado!", tradujo el alcalde sevillano, José María Piñar y Miura, a un hombre que había roto el cordón de seguridad de la Plaza Nueva para abrazar a Fleming. Una señora le besó seguidamente la mano: "Ha salvado a mi hijo".

El entusiasmo popular era verdadero, según se describe al menos en la prensa del tiempo. La fama de Fleming en España era extraordinaria. Él era el sanador, el hacedor de milagros, el responsable de un descubrimiento, veinte años atrás, que con estaba salvando a miles de enfermos de sencillos catarros y de aparatosas neumonías o a los caídos por sífilis o gonorrea.

La penicilina era de uso común en las casas de socorro de España desde hacía dos años. Antes de su visita a Andalucía, por tanto, la gente ya lo admiraba en las fotos que colgaban de los establecimientos. A los retratos de los prostíbulos les ponían velas, como si fuera un santo.

Y si Fleming quedó asombrado de su popularidad durante los cuatro días que estuvo entre Sevilla, Córdoba y Jerez, no menos fue el que provocó el mismo científico a los cronistas de entonces. "¿Qué sintió cuando comprendió la importancia de su descubrimiento?", le preguntaron los reporteros en una improvisada rueda de prensa. "No me acuerdo", respondió. "¿La fama le ha hecho más feliz?". "No, no". "¿Percibe algo de los inmensos beneficios económicos producidos con la comercialización de la penicilina?", le preguntaron para terminar. "Nada. Y además no me importa", cerró Fleming.

Quienes entablaron contacto con el investigador británico durante aquel viaje a España destacaban, sobre todo, su humildad. También la timidez y hasta la ironía y el "humorismo". En una de sus conferencias en Sevilla, probablemente la que tuvo lugar en "la bombonera" del teatro Lope de Vega, dijo que la producción masiva del antibiótico fue posible gracias a la Segunda Guerra Mundial. "La paz no es propicia para los gastos que exigen los descubrimientos de la ciencia", señaló. Las crónicas aplaudieron la respuesta del "sabio" Fleming, a quien no dejaban de ofrecerle el vino aborigen allá por donde iba, recogen los testimonios.

En Córdoba, donde estuvo un día de excursión, le regalaron un sombrero típico. Hacerse un retrato con él provocó el contento del público, así como cuando aseguró que descubrir la penicilina lo había apartado de las investigaciones: "Ahora todo son recepciones y viajes. Confío en que, con los años, la penicilina pase de moda".

La siguiente excursión de Fleming fue a Jerez. La parada en las bodegas de Domecq era obligada, pero antes inauguró la clínica Girón. Firmó en la bota correspondiente y sentenció, al menos eso le atribuyeron posteriormente, que "si la penicilina cura a los enfermos, el jerez resucita a los muertos".

Del Fleming que pasó por Andalucía reseñan su particular sensibilidad por las cosas sencillas. A veces lo describen como una especie de anacoreta, como un santón de morabito. En Sevilla, describen las crónicas, se detuvo en los rosales de Miguel Mañara, en el Hospital de la Caridad, que tanto le recordaron a los campos de la infancia. Y en Jerez se interesó por el velo de la flor del vino, esa levadura que posiblemente le habría gustado investigar de no ser por la penicilina y por las guerras.

Alexander Fleming nació en la rústica Darvel en 1881 y murió en Londres en 1955, siete años después de impartir esas clases magistrales en España. Las dos guerras mundiales habían dotado de fondos suculentos a la ciencia. Los sueños de la química también produjeron monstruos. Fleming, por su parte, encontró la mejor arma, la curación del herido. Después de años dedicado al estudio de microorganismos, observó en su laboratorio la acción letal de un moho, el Penicillium, un tipo de hongo que había contaminado fortuitamente una muestra de bacterias que andaba estudiando.

Lo fortuito, claro, necesitó del entendimiento del científico para que se convirtiera en uno de los hallazgos más determinantes de la historia de la medicina. El poder bactericida de la penicilina fue capital en todo el planeta, pero particularmente en una Andalucía cuya esperanza de vida, al principio del siglo XX, no superaba los 35 años. En Sevilla se moría menos gente solamente que en dos lugares del planeta: en Madrás y en Bombay (India).

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