Regreso al Coto

Las hermanas Concha y Ángeles, con más de 90 años, últimas habitantes de las chozas de Doñana, recuerdan su vida en los poblados.

Ángeles y Concha en una choza similar a la que habitaron en su infancia y juventud en el Coto de Doñana.
Ángeles y Concha en una choza similar a la que habitaron en su infancia y juventud en el Coto de Doñana.
M. Muñoz Fossati Cádiz

01 de junio 2015 - 05:04

Conchita salió de su choza, en el corazón de Doñana, hace más de 70 años, se embarcó para atravesar el Guadalquivir y nunca más volvió. Fue cuando se casó, con 23, y se fue a vivir a Chipiona. Así abandonó la que había sido su casa familiar desde niña. Bastante tiempo después, su hermana Ángeles, con 32, hizo el mismo camino con su hombre para establecerse en Sanlúcar. Entonces, el Coto hacía entonces honor a su nombre y era todavía un lugar cerrado y privado, propiedad de condes y marqueses en el que también habitaban familias repartidas en chozas levantadas con materiales vegetales muy perecederos, recogidos del entorno que les proveía de trabajo y sustento.

La familia de Conchita y Ángeles Ruiz Quijano fue de las últimas en vivir en esos ranchos, abandonados por la vida moderna al final de los ochenta del pasado siglo. Hoy sólo quedan algunas chozas reconstruidas y rehabilitadas por el Parque en la zona conocida como La Plancha, frente a la zona sanluqueña de La Algaida, al otro lado del río. El poblado ficticio permite a los visitantes hacerse una ligera idea de aquel otro mundo, que reunía todos los méritos para recibir el nombre de ancestral. Hace algunos días, ya con 94 y 91 cumplidos, las dos hermanas volvieron al Coto gracias a la colaboración del buque Real Fernando y del Centro de Recepción del parque. No lo hacían desde aquellos lejanos días de su infancia y primera juventud, sin luz eléctrica ni colegio. Ángeles corrige: había hecho una cortísima visita hace "seis o siete años", cuando la llevó su hijo Ramón en un viaje al pasado.

Pero para Conchita es como un descubrimiento, ahora casi no reconoce nada, todo lo contrario de su hermana, que a sus 91 años grita "¡Este es mi pueblo, este es mi pueblo!" en cuanto el buque Real Fernando dirigido por el capitán Juan Manuel llega hasta la otra orilla y pisa la arena. La mujer apuntala su expresión con una jaculatoria especial: "Esto lo ha hecho el Señor, que yo pueda volver a ver mi pueblo después de tantísimos años". "¿Será posible que yo no me acuerde de casi nada de como era esto?", se lamenta Conchita, consolada inmediatamente por su dispuesta hermana: "¡Ahora mismo te lo digo yo todo!", y la disculpa ante el periodista en un susurro: "Es que ella es mayor que yo". Y le señala donde estaba su choza, y las de los vecinos, y discute con ella sobre si ese pozo era el suyo o no, y hasta sobre el nombre de los borricos que tenían.

Ya en el barco habían empezado a desgranar la ristra de escenas de una vida dura y que sin embargo recuerdan como casi idílica cuando la describen hoy. "Yo no salí del Coto hasta que no cumplí los ocho años -cuenta Ángeles-, cuando acompañé a Sanlúcar a mi madre, que venía a dar a luz a mi hermano. Y me acuerdo de que yo iba andando por la calle asustá, mira tú, con las casas, las campanas... me acuerdo de que había una obra en la carretera y me caí con los escombros y que yo llevaba un canasto con huevos y se me rompieron unos cuantos... fíjate de lo que me acuerdo. Pero aunque a lo mejor cruzábamos dos veces o tres el río al día, porque mi padre venía a traer leña con la canoa, nunca salíamos del Coto".

Concha, la mayor, iba a trabajar con su padre, Ramón, que "tenía un tajo, trabajaba en un sitio con los pinos, talándolos, recogiendo la chamiza [ramas cortas], recogiendo las piñas, haciendo carbón..." ¿Y con eso daba para vivir? "Sí, hombre, se vivía, era lo que se llamaba la tercera, un modo de trabajo por el que el capataz se quedaba con una parte y mi padre con dos, bueno como mucha gente".

Ángeles, más pequeña, se quedaba a ayudar a su madre. "El trabajo era duro, engavillábamos la chamiza, la acarreábamos, cargábamos los haces en las bestias y después cruzábamos por los pinos hasta la playa, a lo mejor hacíamos entre la ida y vuelta más de 20 kilómetros al día". Dos veces al año hacían el carbón, "una para las Pascuas y otra en verano". Eran "felices como patos en el agua" viviendo en chozas que ellas recuerdan bonitas, y las comparan con las recreaciones fabricadas para los visitantes: "Estas son muy oscuras, las nuestras estaban blanqueadas por dentro, más bonitas. Mira las berlingas, esa es la riostra, la madre, las latas, anda que no he hecho yo latas o ayudao a coser ramas...".

La vida era dura. En aquellas circunstancias de aislamiento, encontrar novio no era tan fácil. "Había muchos primos hermanos que se casaban, nosotras no, nosotras encontramos novio que no eran familia". Concha se fue del Coto en cuanto se casó, pero Ángeles aún vivió de casada muchos años allí. "Hasta los 32 años, que mi hermana me recomendó para un puesto de servicio en el Juzgado de Sanlúcar. Yo me puse loca de contenta cuando empezaron a llegar todos los adelantos, y le dije a mi marido: nos venimos y te buscas algo en El Puerto, y así hicimos, y un 19 de marzo de 1954 nos subimos a la canoa, cruzamos el río... y hasta ahora".

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