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Yo soy | Crítica

Una jubilosa velada con Isabel Bayón

Isabel Bayón y sus músicos en una imagen del estreno de 'Yo soy' en el Teatro Central.

Isabel Bayón y sus músicos en una imagen del estreno de 'Yo soy' en el Teatro Central. / Víctor Rodríguez

 Intenso último día de baile en la Bienal. En los escenarios, dos extraordinarias bailaoras de la misma generación (Granada, con Japón, y Sevilla) y, en el patio de butacas, en los que hemos seguido paso a paso esta gran cita flamenca, mucho cansancio ya cuando nos sentamos, a las once de la noche, en la grada del Teatro Central. Una fatiga que se unía a la ilusión de ver de nuevo a Isabel Bayón en su más pura esencia.

Y no es que no demostrara sus dotes de artista total en sus anteriores trabajos, en Lo real, a las órdenes de Israel Galván y en ese Dju Dju suyo (dirigido también por Galván) que provocó una encendida polémica en el Maestranza, en la Bienal pasada. Es que en Yo soy, además de mostrar su maravillosa danza –tras más de 40 años como artista, Bayón sólo puede bailar bien o mejor aún, porque mal no sabría- logra que nos divirtamos como locos contándonos cosas de su vida y de la vida de toda una generación sevillana. Pero como tiene un enorme conocimiento del flamenco, consigue encantar también a los que los que no pertenecen a ese contexto. A los que, por edad o por venir de otras latitudes, no han oído hablar del programa de radio 'Conozca usted a su vecino', o no se han asustado de pequeños con aquel 'Ay mamaíta mía mía, ¿quién será?'. Todos gozamos igualmente, además de con su baile, con el ritmo endiablado y jubiloso de la escena de los juegos y reímos con la de la enseñanza ('… El codo de Pilar, los brazos de cantiñas, o de soleá, la cabeza arreglá, y las caderas…'), aunque muchos no conozcan a su maestra, la única Matilde Coral, ni haya oído hablar de doña Pilar López.

Teatralmente, Yo soy es un espectáculo sencillo y con pocas pretensiones, dividido en tres partes y dedicado a lo que en la artista hay de su contexto familiar y social. Un alto muro que llega hasta la mitad del escenario, le permite proyectar una filmación y dejarnos hermosas imágenes, como la de la nana del comienzo en la voz de su madre, que luego oiremos también por sevillanas. También nos distancia del tiempo de posguerra de su abuela, que le regaló, dice, su fuerza y su coraje, y de su madre, que quiso ser artista y le inculcó la sensibilidad por el arte. El tercer bloque, el suyo propio, nos dejó, entre otras cosas, su encuentro con don Antonio Mairena o las canciones que escuchaba de joven. Como los éxitos de Manzanita, o los de Serrat (o Antonio Vega), con un Romance de Curro El Palmo que la voz aterciopelada de Sandra Carrasco nos envió directamente al alma, como antes había hecho con una hermosísima versión del bolero cubano Dos gardenias. También hay algunos guiños a sus otros trabajos, como las luces de verbena y el baile ‘agarrao’ de La puerta abierta.

Con una percusión, dos magníficas voces y dos guitarras más que notables, Isabel Bayón es la reina absoluta del espectáculo. Vestida con el buen gusto que la caracteriza, bien dirigida y bien iluminada sólo a ratos, ella canta, baila y marca el ritmo y el registro de cada escena. Se divierte y nos divierte. ¿Y qué decir de su madurez de bailaora? Sabiduría absoluta con el mantón y con la bata de cola (negra en la petenera y blanca en las luminosas cantiñas del final, como cuando, aún jovencísima, se presentó al concurso de los Giraldillos); dominio de los tiempos en la soleá, gracia a raudales en la escena de los sombreros y el garrotín y una auténtica delicia, como siempre, en los tangos. Un baile que le permite dar rienda suelta a la sinuosidad de todo su cuerpo (hombros, caderas, manos… y una sutil picardía). Un cuerpo pequeño que es pura danza y que supo hacer que todo el público saliera del teatro con una sonrisa.

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