Benito Bardal no necesita mediador
La maleta del bandido
Acaba el año y en los mentideros de la gastronomía se habla con luz propia de un cocinero afincado en Ronda. Aunque su apellido sea Gómez, es conocido de manera universal por el nombre de su restaurante, Bardal. Nacido en la Cataluña interior en la localidad de Mataró, tras formarse en la cuina catalana, en la escuela de San Pol de Mar, hibridada con la cocina tradicional andaluza que su propio padre ejecutaba, puso rumbo por destino y amor hacia la baja Andalucía. Sus ancestros le hablaban de la malagueña Campillos, y este personaje hiperactivo y de vida loca, templó, paró el ritmo y mandó en un laboratorio de ideas que le nacen en su cabeza.
Benito Bardal, a diferencia de lo que ahora tanto se estila para acercar posturas políticas, o pulsiones territoriales, no necesita ningún verificador internacional. Su casa es la de los prófugos de la buena vida y de los negociadores entre la cocina emocional y la de raíz. El irónico cocinero que dice de sí mismo ser un simple aliñador, bien podría ser él mismo relator gastronómico de la ONU. A la vida nacional le vendría bien alguien que aliñara conflictos, a ser posible con recetas de casa. Como esas elaboraciones largas y sutiles, caso del juego de setas en tarta o colágeno, o una codorniz engrasada y rellena, vaya alegoría en estos momentos, de butifarra blanca y jugo de butifarra negra. Su caldo de verduras crudas debería de servirse en la Carrera de San Jerónimo antes de cualquier sesión plenaria.
Cada bocado de Benito se asemeja al lanzador de cuchillos que de manera dulce e inverosímil nunca se clavan en quien soporta la tabla. Como su cebolla tierna a la brasa con suero de queso payoyo, para lo que se utilizan al menos cuatro piezas para llegar al corazón de la verdad. Todo lo que en esa cocina se despacha es fruto de muchos días de trabajo y reflexión, para que sea excelente y no se note, umm, la difícil facilidad de lo bello. Comer hoy en esta insólita casa de Ronda nos reconforta y nos hace olvidar donde está Lugano, que es la impunidad judicial, y sólo añorar las carreteras de ida y vuelta entre Cataluña y Andalucía. Y rematar el viaje con una delicada tartita de manzana para aflojar el ceño fruncido de quienes necesitan mediadores.
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