EL HOMBRE QUE PERDIÓ LA CABEZA | CRÍTICA

La cabeza perdida de Robert Walser

  • El universo minúsculo y periférico del autor suizo maravilla en este cuento ilustrado por Carmen Segovia

Detalle de una de las ilustraciones de Segovia para el libro.

Detalle de una de las ilustraciones de Segovia para el libro.

Tiene el lector la tentación de pensar que este breve cuento infantil, suponiendo que sea infantil, de Robert Walser (1878-1956) obedece a un jirón del propio Walser, de su manera de estar en el mundo. El señor Chaparro que aquí todo lo olvida, hasta la cabeza, nos invita a creer que sí, que es un trasunto del autor suizo. Como es sabido, en la vida real Robert Walser acabó perdiendo la cabeza, por lo que decidió ingresar por propia voluntad en el hospital para dementes de Herisau, en cuyos alrededores, estampado contra la nieve, murió súbitamente mientras daba un paseo.

El Señor Chaparro del cuento no repara en nada porque nada le importa. No tiene idea de peso alguno en la mollera. Vive como suspendido de toda responsabilidad, pues lo pierde todo, incluso el suelo bajo los pies. Pierde, en efecto, el paraguas, el dinero. Su mujer se va con otro y no se entera de nada. No se da cuenta de que le quitan el anillo del dedo, la comida de la mesa, el cigarrillo de la boca, el sombrero, el atuendo, la silla donde se sienta, hasta los hijos.

Un día, paseando al buen tuntún, la cabeza se le cae al suelo, lo que prueba, como sospechábamos niños y adultos, que no la tenía muy fijada al cuerpo. Como decíamos, la tentación de hacer del Señor Chaparro un alter ego del propio Walser nos resulta irresistible. Muy a su pesar, el solitario escritor ha pasado a la historia de la literatura por ser un gran paseante (así lo retratará W. G. Sebald). De hecho, en un momento dado, el Chaparro olvida también que se le han desprendido las suelas de los pies y que camina descalzo.

El señor Chaparro, protagonista del cuento. El señor Chaparro, protagonista del cuento.

El señor Chaparro, protagonista del cuento. / Carmen Segovia

Walser percibía el mundo desde lo mínimo y lo periférico (de ahí sus célebres microgramas). Se deleitaba con cualquier minucia (una mancha en la pared, el encanto indecible de un muro de hiedra). Le causaban desagrado las grandes revelaciones. La recurrencia al paseo como metáfora de vida y literatura es obvia. La novela, como largo viaje, lo fatigaba. Prefería el paseo corto, el cuento y los citados microgramas (en 1914 se publicó su libro de Cuentos, que escandalosa y tardíamente se tradujo al castellano en 2011).

Que a su esposa la recojan otros brazos o que a Chaparro le quiten sus hijos sin que lo perciba, remite a la idea que Walser tenía del oficio. Un escritor no debía tener hijos. Debía ser modesto, vivir solo y morir solo, sin ser reclamo de nada ni de nadie. Pero, como recordaba Rafael Narbona, Robert Walser no fue nunca un poeta trágico ni un ególatra, centrado solo y mezquinamente en dar alimento a su obra. Su universo, insistimos, era lo minúsculo. Era aquí donde residía lo inefable. El escritor, sumido en el deleite de lo pequeño y sublime, podía abstraerse del todo, de modo que toda fanfarria de fuera (un titular de periódico, el gentío, la guerra) llegara a resultarle ajena o extraña o inadvertida.

De ahí, por tanto, que al propio Walser no le resultara difícil perder la cabeza, como le ocurre al hombre del cuento. En nosotros, niños y adultos, está creer que pueda existir (o no) un hombre sin cabeza. 

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