Diarios | Crítica

La consignación del yo

  • Acantilado culmina su recuperación de la obra de Stefan Zweig con la publicación de sus 'Diarios', cuyo contenido abarca, con interrupciones, el intervalo que va de septiembre de 1912 a junio de 1940

Stefan Zweig en Nueva York en 1935

Stefan Zweig en Nueva York en 1935

Acantilado publica los Diarios de Stefan Zweig, que abarcan, con intermitencias, el periodo que va desde septiembre del año 12 a junio de 1940, justo antes de su partida definitiva a Río de Janeiro en el transatlántico Schytia, salido desde el puerto de Liverpool. Son diarios, por otra parte, que unidos a su correspondencia y su creación literaria, forman una voluminosa y destacada obra, en un hombre que se muere a los sesenta y un años; pero son diarios, en primer término, cuyo designio parece ser el de consignar hechos y horas excepcionales en la historia del mundo. “La historia universal -escribe Zweig el 2 de agosto de 1914- es sobrecogedora cuando se la mira de cerca”. En esta consignación, no obstante, Zweig ha incluido uno de los vectores del mundo moderno que ahora parece derrumbarse: el testimonio del yo, la imparidad humana que se sustancia y se resume en el individuo significativo y prominente.

Estos 'Diarios' de Zweig son, entre otras cosas, el esbozo electrizante y apresurado de cuanto se dirá después en 'El mundo de ayer'

No es casualidad, en este sentido, que Zweig dedicara un interés monográfico a Montaigne, a Vespucio, a María Antonieta, a María Estuardo y a Fouché, el vasto conspirador, duque de Otranto, a quien Chateaubriand quiso retratar junto a Talleyrand en una escena palaciega: “de repente -escribe el señor vizconde- entró en vicio apoyado en la traición”. Todos ellos protagonizan una hora crucial del mundo moderno y contemporáneo (incluido el protagonismo por error de Américo Vespucio); pero es en el señor de la Montaña quien ofrece los instrumentos necesarios para que ese mundo se exprese: un breve confesionalismo, hijo de Agustín de Hipona, y una cautela ardorosa y vigilante, que ha extraído de Lucrecio, de Cicerón, de las lecturas de Sexto Empírico que le descubrieron a Pirrón y al pirronismo. Esta misma necesidad de decirse, y con él, el mundo que habita, es la que hallamos en los Diarios de Zweig. Unos diarios que, como parece lógico, son el esbozo apresurado de cuanto se dirá después en El mundo de ayer. Pero unos diarios, en cualquier caso, que poseen un enorme valor propio, y cuya intención y cuyo alcance son de distinto orden. Quiere esto decir que la expresión en taracea del París de 1912 -una expresión que podríamos llamar cubista-, no guarda demasiada relación con el dietario íntimo, con la perplejidad abrumada y anhelante que descubrimos en los diarios de la Gran Guerra y en los años posteriores, cuando Europa toda se deslice hacia totalitarismo.

Curiosamente, el totalitarismo soviético no aparece aquí sino como eco en la sociedad vienesa de posguerra, mientras que el antisemitismo y el nacionalismo, el francés de Acción francesa y el alemán que culmina en el partido nazi, adquieren una temprana relevancia. Es en el año 12 cuando Zweig le pregunta ya a su amigo Romain Roland por su opinión sobre tales cuestiones, siendo así que la amistad de ambos (excelentes retratos, por otra parte, de Rilke, de Hofmannsthal, de Strauss, de tantos otros) sobrevivirá a la Gran Guerra, en pos de un ideal europeo liberal y humanista. Esto es, en pos de una forma cultural y política que se extinguía en aquel momento. Esta vertiginosa extinción es la que dará, no mucho después, el tono melancólico a la obra de Zweig. Lafaye, en 1989, titulará su monografía sobre Zweig como Nostalgias europeas. Pero eso será después. En los Diarios que ahora tiene a su disposición el lector, es una cultura viva y en acción lo que Zweig retrata y nos ofrece. Una cultura que vemos perecer (“ahora sabemos que las civilizaciones mueren” escribirá Valery cuando acabe la Gran Guerra), y cuya postración, cuyos temores, son los que se recogen con despreocupación, con esperanza, con perplejidad, con angustia, en estas páginas.

En una de sus últimas anotaciones, Zweig da noticia de la muerte de Freud y de la gran amistad que lo unió al psicoanalista. También refiere un hecho cuya simbología los trasciende a ambos y los justifica para la Historia. Zweig es el encargado de escribir el responso de herr Sigmund, que leerá en el crematorio de Londres el 26 de septiembre del año 39. En cierto modo, las exequias de Freud son también las exequias del mundo que hizo posible a ambos escritores. Cuando Freud llega en barco a Nueva York a primeros del XX, dirá a la vista de la bahía del Hudson: “no saben que vengo a traerles la peste”. Cuatro décadas después, es Zweig quien huye en barco de otra peste, con destino a América, como heraldo exasperado, como vestigio impar de un mundo muerto.

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