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de libros

Pero eso no es música

  • Malpaso publica las memorias del compositor estadounidense Philip Glass, una crónica espléndida sobre las paradojas de la creación artística en consonancia con la identidad contemporánea.

Philip Glass (Baltimore, 1937), en la presentación de su ópera 'The Perfect American', en 2013.

Philip Glass (Baltimore, 1937), en la presentación de su ópera 'The Perfect American', en 2013. / Efe

Entre 1964 y 1967, Philip Glass (Baltimore, 1937) compuso en París música para un total de ocho obras teatrales de Samuel Beckett. De aquella comunión artística, una de las más estimulantes del siglo, surgieron partituras como los cuartetos de Company, que más tarde grabó el Kronos Quartet. La cuestión es que cuando Glass pidió opinión a sus colegas franceses sobre aquellas piezas, los elogios fueron unánimes aunque todos ellos vinieron acompañados de un matiz importante: "Pero eso no es música". El propio Glass relata el episodio en sus memorias, Palabras sin música, que acaba de publicar en España Malpaso; y el fino hilo que separa la evidencia de ser música y de no serlo nutre en gran medida unas páginas espléndidas, que se leen en verdadera impresión de proximidad y en buena complicidad con el autor, quien tira del justo tono confesional sin imposturas y sin justificar(se) más de lo estrictamente necesario. Aquella advertencia de los compañeros parisinos de Glass parecía alentar la llegada de la posmodernidad e incluso de lo que nuestro pensador José Luis Pardo acertó en llamar el estado del malestar en lo que a la cultura se refiere, pero, más aún, ejerce de mimbre certero desde el que se desliza el libro.

El compositor se introduce en las paradojas de la creación artística de la manera más honesta: en paralelo a las paradojas que comporta la mera existencia, acaso un reflejo deforme de aquéllas. Y es que la proyección de Glass como músico ha venido de la mano de argumentos que en el contexto concreto de su producción pueden parecer pertinentes o todo lo contrario. Cuando, tras su regreso desde París a Nueva York, Glass comenzó a dar sus primeros conciertos, otro compositor comparó su obra con la ejecución repetida e inalterable de un acorde de do mayor. En su libro, Glass deja claro que en aquellas obras no había un asomo de repetición: en ningún compás se repetían dos acordes iguales. Pero aquella idea, contra la que el músico se rebeló en su momento, terminó prevaleciendo: Philip Glass ha pasado a la historia como uno de los padres fundadores, junto a Steve Reich y Terry Riley, del minimalismo norteamericano, pero en ningún momento el autor se refiere a sus composiciones en estos términos (únicamente cita la marca minimalista a la hora de referirse a artistas como Sol LeWitt; "después se nos transfirió sin más", escribe): más bien, parece prestar especial interés en dejar claro al lector que la paleta de colores a la que ha recurrido a lo largo de su trayectoria ha sido la más amplia posible.

Hace unos años tuve la oportunidad de entrevistar a Glass y en nuestra jugosa conversación telefónica me contó que, muy a pesar de lo que tradicionalmente se ha dado por sentado respecto a su criterio, el público ha sido siempre una cuestión fundamental y prioritaria para él. Semejante afirmación resuena de manera especial en la lectura de la crónica que el propio Glass hace de su primer concierto, nada menos que en mayo del 68, en la Cinematheque de Nueva York junto a antiguos compañeros de la Escuela Juilliard como la violinista Dorothy Pixley-Rothschild (que interpretó las partituras en la legendaria disposición performativa de los espacios rectangulares). A aquella actuación asistieron únicamente seis espectadores, entre ellos la madre de Glass, quien había acudido expresamente desde Baltimore ("Mi madre no sabía nada de música, pero sí sabía contar", escribe Glass al respecto). Ocho años más tarde, Ida Glass, quien había advertido a su hijo de que por su empeño en dedicarse a la música acabaría como su tío Henry, tocando la batería de tugurio en tugurio, asistía al estreno de Einstein on the beach en una Metropolitan Opera atestada con cuatro mil personas, sentada en un palco junto a los padres de Bob Wilson. Como si de un personaje de Beckett se tratase, Glass escribe sobre estas paradojas con un leve asombro y un ligero encogimiento de hombros.

Palabras sin música es un festín lleno de momentos impagables. Como el descubrimiento del jazz en Chicago y la visita a la casa de Ornette Coleman, presidida por una enorme mesa de billar en el recibidor (Coleman, por cierto, dio a Glass uno de los consejos que éste considera decisivos en su carrera: "No olvides que el mundo de la música y el negocio musical no son la misma cosa"); la asistencia a las primeras performances con Yoko Ono y La Monte Young en los lofts donde se curtía la intelectualidad neoyorquina a comienzos de los 60; los trabajos para la escena con Beckett, Wilson y su propia compañía, formada junto a su ex mujer y madre de sus dos hijos JoAnne Akalitis ("Soy un compositor de teatro", afirma con rotundidad); los oficios alimenticios que desempeñó hasta después de haber cumplido los 41 para costear su formación primero y sostener a su familia después, en la industria metalúrgica, las mudanzas y como taxista (el momento en que confiesa a Martin Scorsese durante la composición de la música para Kundun que no había visto Taxi Driver es impagable y pide varias lecturas); su primer viaje hasta la India por carretera desde Estambul y su conversión al budismo; el redescubrimiento de la música que alumbró junto al maestro de kora gambiano Foday Musa, quien le convenció de la inutilidad de poner nombre a las notas ("Sólo hay que tener en cuenta cuál va antes y cuál va después"); la trágica historia de Candy Jernigan, la pintora con la que convivió durante diez años; y otros muchos índices de paradoja entre arte y vida, en un tránsito continuo de la sonrisa al escalofrío. El lector avezado echará en falta más información sobre la ruptura con Steve Reich, al que se refiere como un compositor "de los tiempos de Juilliard" que se dedicaba a "desfasar frases musicales". La traducción no es la más feliz de las posibles (comparte la tendencia a traducir key como clave en lugar de tonalidad, que en lenguaje musical castellano significa algo bien distinto). Pero Palabras sin música es una lectura gozosa. Como el silencio.

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