Crítica

La vida como bifurcación

  • La obra de Mesa Selimovic, ambientada en la Bosnia otomana, ahonda en la conciencia del hombre en un mundo donde lo justo y lo injusto se difuminan

Mesa Selimovic (Tuzla, 1910-Belgrado, 1982).

Mesa Selimovic (Tuzla, 1910-Belgrado, 1982).

Junto a Ivo Andric, la literatura bosnia halla su otro clásico pilar en la obra narrativa del más desconocido Mesa Selimovic (Tuzla, 1910-Belgrado, 1982). Se publica ahora La fortaleza, novela que cuenta con la loable traducción de Miguel Roán, dado que el estilo literario de Selimovic es sutil pero sinuoso, directo y ondulante, conforme una voluntad de contradicción personal que envuelve, como veremos, a sus personajes. La fortaleza y la anterior El derviche y la muerte, ambientadas en lo hondo de la Bosnia otomana, suponen dos de los títulos más señeros de la literatura yugoslava del siglo XX.

El protagonista aquí es Ahmet Sabo, joven excombatiente del ejército en la guerra que la Sublime Puerta libra contra los rusos, en este caso en el lejano enclave de Jotín. Aturdido por lo visto y padecido en el frente, el joven regresa a Sarajevo, ciudad donde intentará sobreponerse al recuerdo del horror en otro territorio hostil: el mundo absurdo, asfixiante y despiadado del poder, reflejado metafóricamente en una fortaleza. El pesimismo antropológico de Mesa Selimovic se mueve en los interiores atormentados de sus protagonistas. Igual ocurría con Ahmet Nurudin, el maestro sufí sobre el que gravita la historia de El derviche y la muerte. La experiencia vital de Selimovic, nacido en una familia musulmana de Tuzla de estricto cumplimiento (originaria a su vez de cristianos conversos al islam), se trasluce en el drama mental que afecta a la voz narradora.

Pese al clima religioso en el que vivía su familia (el autoritarismo paterno tendrá su influjo), Selimovic profesó su ateísmo, pero sin menoscabo de la cultura islámica de la que era deudor natural. Se adscribió al Partido Comunista y luchó con los partisanos de Tito, el hacedor de Yugoslavia, durante la II Guerra Mundial. Miguel Roán, como el también balcanista Marc Casals (autor de La piedra permanece, reseñada aquí en su día), inciden en un hecho trágico que marcó el atormentado devenir de Selimovic y que, como se ha dicho, se trasluce como sombra de fondo sobre sus novelas. Su hermano Sefkija fue ejecutado como escarmiento por los propios partisanos de Tito, acusado de haber robado unos bienes muebles del Estado de los que él era responsable. El escritor no renunció a la revolución partisana, a su juicio el único camino posible por entonces; pero la muerte del inocente jamás pudo superarla.

Sobre un paisaje y un correlato de tinte costumbrista (el Sarajevo del XVIII), donde se describe al detalle el pormenor de la vida en el tiempo otomano, lo que se impone, cara al lector, es una suerte de culpa y expiación, de ambivalencia entre el bien y el mal, de sístole y diástole moral, en torno al mundo que la autoridad del sultán, en su abstracta pero imperativa forma, ha impuesto a los hombres, lo que recuerda en parte, como ha visto Casals, a El castillo de Kafka. Frente al poder y al opresivo efluvio que crea alrededor, donde todo se acepta bovinamente y nadie protesta (salvo la figura de un joven imán ácrata e imprudente), el joven Sabo se refugia en el amor de su esposa Tijana. En torno a ella se forma otra fortaleza alterna, un espacio intocado, donde no puede llegar el abuso o, si llega, lo hace de forma tamizada (la figura de Tijana se inspira en la mujer del propio escritor, a la que amó y dedicó El derviche y la muerte con epitáfica dedicatoria).

Sin embargo, lo que marca el sello de Selimovic es el dilema que parte del orden establecido y que anega todos los ángulos. Quiere decirse que aquí no se habla en términos puros de opresión y libertad. La fortaleza no contrapone del todo el bien al mal. Ambos conceptos no están llamados a derrotarse. Hay que aceptar que tal vez no existe el equilibrio virtuoso (lo sugiere Roán en su epílogo al libro). De ahí la concepción de un mundo donde todo resulta borroso, donde quien hace el bien puede hacer el mal, donde lo aparente lleva a su opuesto y donde, en suma, el hombre se debate en su propia contrariedad. De ahí el tono mortificante y culposo en el joven Ahmet y en otros tantos personajes, sometidos a la autoridad y al halo que crea como entramado fatalista de delaciones, conjuras y medias verdades.

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