"Cero persecución supondría aún más consumo de droga"
pablo gutiérrez | escritor
NARRAR A QUIEN DESPIERTA. Desde ‘Nada es crucial’, los jóvenes han sido protagonistas habituales de sus historias. Profesor de Bachillerato, Pablo Gutiérrez (Huelva, 1978) publica ahora dos títulos con la adolescencia como piedra de toque: ‘Un verano en Portugal’ (Edebé), su tercera entrega de literatura juvenil, es una historia de iniciación con el surf como referente; mientras que en ‘La tercera clase’ (La navaja suiza), plasma las consecuencias que puede traer el tráfico de estupefacientes en una localidad que sitúa en la zona del Bajo Guadalquivir.
–’La tercera clase’ se sitúa en algún punto del Bajo Guadalquivir. Trata el tema del narco con escenarios muy definidos. Curioso que viéramos que ‘The Wire’ como algo exótico.
–Cuando vi The Wire por primera vez pensé eso justo: “Estamos viendo Baltimore, pero yo estoy viendo lo que está enfrente de mi casa”. Y hasta el folclore que aparece en el submundo se parece mucho a esto: esos chicos de la esquina que esperan todo el día... Hay un tipismo muy curioso, como los zapatos que se tiran al cable de la luz. Una especie de orgullo de clase o de infraclase que el cine y las series reproducen, e impera allí donde llega la narcocultura, incluso en rincones tan lejanos de Baltimore como este. La cultura es la superestructura, claro: la infraestructura, en nuestro caso, es la cercanía a Marruecos y la autopista del agua; luego añades la economía precaria, la desindustrialización de la zona y las redes de contrabando que se remontan, que sepamos, a tiempos de Cervantes, y está todo hecho.
–Desde luego, no es nuevo.
–La aparición de armas de fuego no es más que consecuencia de la plusvalía del hachís pero aquí se ha hecho contrabando con todo: fertilizantes, fitosanitarios, alcohol para las manzanillas de garaje... Es hasta tierno pensar el efecto que tienen las ficciones, que hacen que la miseria parezca darse valor. The Wire tiene un punto elitista, pero te sorprendería saber cuántos conocen Narcos y la convierten en icono. El concepto es que el de aquí es el indio, y los policías son los yankees. Se termina haciendo bandera, defensa territorial, de una forma de vivir y de ir en contra de lo establecido, de justificación de una vida aventurera, como se puede ver en cualquier lista de reproducción de trap.
–El dónde vivimos aparece como cuestión clave de sus novelas.
–Es un tema esencial y muy básico: la vinculación entre la persona y el territorio, que es mucho más profunda y oscura de lo que puede parecer. Los enólogos dicen que lo que le da más sabor al vino es la tierra de un lugar en concreto. Yo aquí comparo a mis personajes con los cangrejos de fango, duros y bonitos, que te pueden arrancar un dedo en un momento dado. Lo asumo como herencia de los escritores naturalistas, eso de entender al individuo en su entorno.
–Aun así, la visión que se hace del mundo de la droga es crítica. Lo digo porque lo que suele imperar es cierta comprensión: son drogas blandas, de qué va a vivir la gente...
–Es el mismo recurso autojustificativo que el no pagar impuestos porque todo el mundo lo hace. Excusas que convienen. Digamos que el narco tiene protagonismo, pero los protagonistas directos son paisaje de fondo: me centro en el rastro que dejan. Parece que hablar de este tema más allá de las redadas es de mala educación, no sé cómo caerá el mencionar el elefante en la habitación. Todos hemos tenido algún tipo de experiencia con algún alijo en la playa, o nos han registrado el coche, o los famosos helicópteros haciendo una incautación... El ‘seguir el dinero’ más allá de la persecución policial es el hueso duro de roer, el narco mueve muchísimas gestorías, despachos y demás.
–Se discute también el tema de la legalización.
–En nuestra comarca nadie va a querer la legalización. De una forma muy cínica significaría que habría grandes corporaciones detrás, y todo lo que trae la plusvalía desaparecería, dejando de lado el largo chorreo de beneficios que deja en provincias como Cádiz. En Holanda lo que ha generado la legalización del consumo y tenencia, y no de la producción, es la aparición de mafias, con el peligro consiguiente de que se convierta en un narcoestado. Hay Estados de EEUU en los que también se ha ido legalizando, pero vemos que ha ido en paralelo al aumento de las adicciones al fentanilo, que son brutales. Ese horizonte idílico que planteaba Escohotado de una sociedad que consumiera estilo las sociedades tribales sería un ideal ateniense al que aspirar, pero la cantidad de generaciones que se quedarían por el camino sería tremenda. Ya hay una permisividad exagerada con las drogas blandas así que, si hubiera cero persecución, subiría mucho más el consumo.
–Otro de los temas que aparecen es la incapacidad de los profesores, por un motivo u otro, de lidiar con chicos problemáticos.
–Desde Joaquín, el director, que tiene la autoridad administrativa pero no tiene herramientas; a Sebastián, que les tiene terror. El único personaje que parece preocuparse es Eduardo, que es además el único de allí. Quizá el principal tema es que uno estudia para ser profesor y luego se enfrenta a escenarios que no tienen nada que ver. La novela pone el foco en esos casos extremos, pero hay realidades de todos los días que no son fáciles y encomiendan a la buena voluntad. Hay veces en las que los profesores pueden llegar a pensar que están en una ONG, y sí, te sale la parte humanitaria, por propia superviviencia o porque te pasa por encima la realidad.
-También acaba de publicar su tercer título dedicado a un público específicamente juvenil, 'Un verano en Portugal'. ¿Qué encuentra en este género?
-Pues a nivel de producción, resulta igual de laborioso que una novela convencional, pero su recepción es mucho más refrescante y directa. Puedes organizar visitas a centros y la posibilidad de una retroalimentación más directa es mayor. También te digo que el lector juvenil es mucho más severo y no espera que te marques un rollo literario, sino que emplees otras cosas.
-Trata el tema del surf, que era raro que no hubiera aparecido antes...
-Sí, esta novela estaba pendiente, ya había que contarla. Tiene mucho, de hecho, de mi propia adolescencia: el primero que cumplía 18 subía a todos los demás a un coche de tercera y nos pasábamos de Huelva a Portugal, de la forma más precaria del mundo, con -entonces- cuatro escudos en el bolsillo y sin alojamiento ni nada, llamando a las puertas de las casas y preguntando si tenían habitaciones libres. Ahí está todo eso, ese punto del descubrimiento de Portugal, de la libertad, del océano absoluto, del paisaje, que es abrumador.
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