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Rosa Ribas | Escritora

“Todos somos feos y raros bajo una lupa de detective”

Rosa Ribas posa para la entrevista.

Rosa Ribas posa para la entrevista. / José Ángel García

Rosa Ribas (El Prat de Llobregat, Barcelona, 1963) reside en Fráncfort, donde ha sido lectora de español en el Instituto de Lenguas y Literatura Románicas. Con Un asunto demasiado familiar (Tusquets) inaugura una nueva serie, centrada en una familia de detectives de barrio. “Esta es la tercera vez que caigo. Me engancho a los personajes y no hay manera”, dice Ribas, que ha firmado también la serie de Cornelia Weber-Tejedor y, junto a Sabine Hoffmann, la Trilogía de los años oscuros (Siruela). “En el fondo –afirma–, me encanta reencontrarme con el universo que he creado. Supone un esfuerzo, pero es fantástico volver a ellos”.

–¿De dónde sale el clan de detectives de Un asunto demasiado familiar?

–Básicamente, lo que yo quería escribir era una historia de familia: sobre las relaciones familiares, lo devastadoras que son, con una madre altamente perturbada que, sin embargo, ejerce como de musa, de oráculo. Está envuelto todo en trama de novela negra, claro, pero el tema central del libro son los secretos ya que, en general, queremos saber muchas cosas de los demás:que ese sea tu oficio le da una vuelta de tuerca a nivel personal. Toda la historia entra en ese juego, en la paradoja de que se están continuamente ocultando cosas, del pasado y del presente. Por supuesto, el poder del conocimiento es irreparable y, muchas veces, destructivo.

–En los detectives de ficción suele darse algún tipo de blanqueamiento respecto al lado oscuro del “don”. Con Lola, no hay adicción ni transtorno romantizados.

–“A veces no tiene razón, pero no se equivoca nunca”, dicen. En realidad, a Lola no se sabe muy bien qué le pasa, cuál es el desencadenante, pero te das cuenta de que ese oráculo oscuro que es Lola, que es la inteligencia central de la agencia de detectives, funciona porque, simplemente, tiene una visión oscura del ser humano.

–Que no anda desencaminada.

–Nadie se libra: los protagonistas son detectives de barrio que se afanan en las pequeñas miserias de los demás: estafas laborales, infidelidades... La más reflexiva de la familia, Amalia, piensa que esa rutina los ha vuelto cínicos. Pero ellos mismos también tienen zonas oscuras, tampoco saldrían muy bien parados de ser examinados de cerca, porque de cerca, con la lupa de detective, todos somos feos y raros. La única de verdad extraordinaria, Lola, está perturbada emocionalmente.

–La espina que recorre la historia es si es mejor ser normal o ser detective. Ver o no ver, guardar silencio o señalar.

–Y es una pregunta que no se resuelve, aunque uno intuye que el mensaje es que es mejor no saber. Constantemente, todos ellos se van enfrentando a las consecuencias que tiene el conocimiento, que es irreversible:uno no puede dejar de saber, “ojalá nunca hubiera preguntado...” En el barrio, por ejemplo, Mateo, el padre, sabe que hay gente que no le saluda porque sabe muchas cosas de sus vidas.

–Otra de las preguntas es si estamos programados, predeterminados por las claves familiares, o no.

–Todo el tiempo está presente esa tensión entre predeterminación y libertad. Las vivencias son relatos, y toda familia tiene un relato, uno se vincula a ciertos rasgos que están relacionados con la educación y la identidad que recibe en la familia –en esta del libro: los hombres mueres jóvenes, las mujeres son raras...–. Uno puede escapar de esa especie de destino asumido, o dejarse llevar por él; entre la voluntad y lo acomodaticio, y atribuir lo que te pasa a una especie de destino fatal, imposible de vencer. Con los relatos familiares, unos los aceptan y otros se rebelan contra ellos. Unos miembros asumen y otros, rompen.

–Todos ellos tienen una especie de asignatura pendiente que se simboliza en la casa familiar, que tiene una cualidad magnética.

–Lo más negro de esa familia es precisamente esa casa. Amalia intenta marcharse y tiene que volver porque no le queda otra, aunque nunca sabemos hasta qué punto se ha autoboicoteado. Hay una atracción pegajosa a esa cocina, al despacho, a los pasillos... Los hijos tienen una necesidad de vinculación, de estar siempre relacionados con la familia, pero no puedes madurar, hacerte persona, hasta que rompes con ella. Y, además, está la doble relación, porque trabajan todos los juntos y –como dice el padre–, ¿desde cuándo ha sido la familia una institución democrática?.

–Cualidades para ser detective: tenacidad, rigor, paciencia. Y gran capacidad para el resentimiento.

–Yo diría que ese es el motor auténtico de muchas profesiones. En el personaje de Amalia, la razonable y pragmática, hay una rabia latente todo el tiempo. Cuando tiene ocasión de desfogarse, lo hace a base de hostias, y disfrutando con ello. La más estructurada de todos ellos lleva una carga dentro que apenas puede soportar.

–El vicio de mirar. El observar a la gente rellenando huecos. ¿Ha practicado con esta novela o era un viejo vicio?

–Uy, yo creo que eso me viene de fábrica. Ir a lo que se dice más allá de las conversaciones, interpretar gestos... me gusta mucho rellenar las posibilidades. No tiene más sentido que elucubrar el qué puede haber ahí, pero no dejas de intentar encontrar qué podría ser, y llevarlo un poco más allá para no quedarte con la historia incompleta.

–En sus novelas está Barcelona, o las muchas Barcelonas, como escenario: en este caso, el barrio de Sant Andreu. ¿En qué cree que contribuye en está fijación el vivir fuera?

–Fíjate, justamente en este viaje me lo he planteado... Porque podría haber hecho la misma historia perfectamente en Fráncfort, ya que en todas las ciudades hay barrios-pueblo. Pero yo llevo 28 años fuera, y creo que esto muestra la necesidad de volver a estar, de volver a vivir ahí: algo que puedes hacer mientras escribes.

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