La ciudad consume el tiempo ordinario

La Caja Negra

Vivir en Sevilla es un privilegio aunque a veces haya que tomar distancia y contemplar la ciudad a vista de pájaro

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Vista aérea de la ciudad de Sevilla
Vista aérea de la ciudad de Sevilla / Antonio Pizarro

Avanza marzo por la senda tranquila del tiempo ordinario que se acabará con las primeras curvas de una primavera que alterará los ánimos y removerá el alma de la ciudad. Porque hay ciudades con alma, como hay periódicos que también lo tienen. Sevilla resiste la vista de pájaro. Y de eso pueden presumir pocas grandes urbes. Sevilla es mucho más que la primavera, pero solo la edad va abriendo el interés por la ciudad de otoño, como solo los finos observadores saben que Venecia es mejor por la noche. Sevilla gana con la lluvia, pero solo el paso de los años te permite descubrir cuánta belleza emerge con el agua que tienen los embalses al borde del 80%. Sevilla no necesita el maquillaje de las fiestas mayores, porque es una dama que luce con la cara lavada. Se sabe bella desde hace tantísimos años que le basta el tiempo ordinario para contonear una figura de siglos, monumentos, callejeros, arrabales y barrios cargados de la autenticidad que se añora en el centro histórico. Avanza marzo y se cierne la amenaza del ruido, cada año más insoportable, que la Calle del Infierno dejó de ser patrimonio de la feria para serlo de toda esa maquinaria que se precisa para ponernos a punto para los días grandes. Marzo trae el estruendo, la inquietud y la zozobra, como también la ilusión, el ajetreo jubiloso y el dinero de más que permitirá a muchos pagarse el coste de su existencia. Porque la vida tiene un precio que hay que abonar... religiosamente. La ciudad saldrá como mejor pueda del reto de la primavera: con su belleza de postal perfecta. Los guapos pueden llevar mal el nudo de la corbata. Y Sevilla se sabe hermosa hasta con las papeleras y contenedores rebosantes de residuos. Nos da igual que las torrijas tengan menos miel y más azúcar mezclada con agua. El caso es cumplir el rito de tomarse una. Y extasiarse con la luz de una ciudad insoportablemente bella. Porque Sevilla resulta muchas veces directamente inaguantable. Por eso hay que alejarse, para mirarla a vista de pájaro... sin pájaros. Avanza marzo y trasciende que le darán la medalla de la ciudad a Monteseirín, el alcalde que se metió en mil fregados al ser el último que ha tenido un modelo definido de ciudad. Levantó el mamotreto del rascacielos que, al final, nos permite la contemplación de la mejor versión de la ciudad. Si la calle Betis es el mejor balcón, la torre es la atalaya perfecta. Subes a ella, que es la mejor forma de no verla, y disfrutas de una ciudad nacida junto al río, jalonada de espadañas y que abre sus brazos hacia el Aljarafe y los barrios. Sevilla es una enormidad que empequeñecemos en demasiadas ocasiones porque el día a día es muchas veces cansino con matracas absurdas y tantas veces aldeanas.

Cuando Sevilla marcea prepara esas galas que le cambian el carácter y se pone altiva y engreída. Hay ciudades que amanecen torcidas como las personas muchas mañanas. Y entonces conviene tomar distancia a la búsqueda de la reconciliación. Ahora podríamos recuperar un cuadro de Murillo y uno de Velázquez, dos ejemplos de la grandeza del ayer del que tanto vivimos. Porque Sevilla desmiente a quienes creen que no se puede vivir de la belleza heredada. Pero es que la belleza no es ningún cuento en el caso de esta ciudad. Es un concepto más amplio que unos ojos como esmeraldas o unas proporciones académicamente perfectas. La belleza de una ciudad como Sevilla es una suma de características que abarcan desde un pasado grandioso a un carácter a veces estúpido y de cara ajada de niño rico y consentido, pasando por las gárgolas que escupen su furia en los días de escopeta y perro, una hermosa piel de adoquines, la lista de tapas de siempre de una taberna de barrio, un enjambre de torres, un zaguán con la puerta abierta que deja ver un patio umbrío, el frescor del interior de un templo en los días tórridos, la gracia de un rosario de jamones colgados con fondo de azulejería, el Ave María Purísima que se entona antes de comprar las yemas en San Leandro, la arquitectura popular de las casas del Nervión histórico, el olor a mar que a veces nos regala el río que nos vio nacer como ciudad, el coro de voces inocentes de la escolanía en el Altar Mayor de la Catedral, el arco tensado de la Diana Cazadora que apunta para no herir, la popularidad de Marqués de Pickman, una quinta avenida de comercios genuinos; la ternura poderosa del rostro de bronce de Juan Pablo II, la calma de la ciudad reposada como un crío rendido cuando cae la madrugada de un día laborable, se hace el silencio en las grandes avenidas y solo hay vida en San Onofre, el patrimonio inmaterial de los manantiales de luz que nos bañan, o ese echar de menos a la ciudad cuando se está lejos de ella. Belleza es todo aquello que atrae y cautiva hasta hacerte volver a beber siempre de la misma fuente por mucho que hayas amanecido esquinado. En Sevilla, ciudad de las sublimes contradicciones, hay belleza hasta en el cementerio. Y solo hay fealdad en las fachadas traseras de las casetas.

La ciudad consume sus últimos días de tiempo ordinario en un mundo convulso, con un Papa muy frágil y un orden internacional que sufre un vuelco que nos condena a la incertidumbre. Nosotros al menos tenemos la belleza como asidero, una belleza que sale a nuestro encuentro en cientos de detalles. De Sevilla al mundo. Urbi et orbi a nuestro modo. La ciudad protege a sus hijos con la belleza de los siglos que no cuartean la piel ni endurecen el carácter. La belleza salva el paso de las horas más duras. Vivir en Sevilla es un privilegio aunque a veces se necesite, como ocurre con algunas personas, mirar la ciudad con la distancia de la vista de pájaro. Y eso es porque Sevilla tiene alma.

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