La caja negra

La vida sigue y la muerte también

  • Luis Rojas-Marcos recomienda sentido del humor para esta crisis. Los quioscos son las lamparillas de guardia del periodismo. Se muere un ex alcalde, se muere la madre del actual alcalde. La gente se mira en los supermercados, pero no se toca. 

Ricardo,  con guantes y mascarilla, en el kiosko de prensa de la Alfalfa

Ricardo, con guantes y mascarilla, en el kiosko de prensa de la Alfalfa / M. G. (Sevilla)

Luis Rojas-Marcos anima a tener sentido del humor. Todos debemos meter en el botiquín la capacidad de reírnos, dice el psiquiatra sevillano. Hay gente que ha superado fuertes crisis y períodos de cautiverio gracias a ese lubricante de la vida cotidiana que es el buen humor. Es difícil, pero es lo que manda el especialista. Te acuestas con la muerte de un alcalde, te despiertas con la muerte de la madre del actual alcalde y almuerzas con la noticia de 900 muertos más en Italia y 700 más en España en un solo día. La vida no es que siga, es que te arrolla.

Don Carlos Amigo está confinado en Madrid, donde es informado de la evolución de la crisis en Sevilla por el propio Espadas y por muchos sevillanos. Don Juan José reza especialmente por los fallecidos del coronavirus. El Papa se moja literalmente en una Plaza de San Pedro vacía, ayuna de fieles deseosos de tender la mano al Santo Padre. La plaza fue diseñada para representar un abrazo al mundo, más necesario ahora que nunca. Francisco ha llevado a San Pedro la imagen del crucificado que protegió a los romanos de la peste de 1522, un Cristo que es venerado en la iglesia de San Marcelo de la Vía del Corso. La imagen ha sido trasladada al Vaticano sin necesidad de procesiones. El Santo Padre la pidió para presidir la bendición urbi et orbi y fue llevada sin mayores problemas. En Roma no hay debates como los de Sevilla. Aquí la religiosidad popular tiene un sello muy particular, como reconoce el cardenal por teléfono 

Isidoro Beneroso, ex concejal y ex presidente del Monte, se pasó un buen rato la noche del viernes contemplando fotografías de su alcalde fallecido, Manuel del Valle. A la tristeza general se ha sumado la particular. Ya se sabe que la pena tiene como las grandes cornadas: varias trayectorias. Ricardo, el quiosquero de la Alfalfa, tiene en un papel apuntados los nombres de los vecinos que quieren recibir el periódico. Los quioscos son las lamparillas de guardia del periodismo. Los quiosqueros son una suerte de guardianes. Hay lectores que no se privan nunca del periódico de papel, producto romántico donde los haya, ni siquiera en los días de estado de alarma. Ricardo luce la mascarilla y los guantes como sacerdote de un templo de papel y golosinas. Una mujer limpia con alcohol un cajero automático, conocido por todo el vecindario por su evidente estado de suciedad. “Ponte guantes”, le advierte una vecina. “Ahora me lavo las manos con lejía”, responde ella mientras se afana en eliminar la mugre del cajero.

En las alturas se ve a gente en los balcones y también un azulejo de la Soledad de San Lorenzo a la que rinde culto cotidiano el profesor y escritor Álvaro Pastor Torres. El Papa se moja y los vecinos se mojan. En las farmacias han puesto lunas de protección como a los conductores de Tussam. Tal vez de esta crisis salgamos más distanciados, más prevenidos. O más desconfiados, según se mire. El ex alcalde Zoido está en Sevilla. Le dio tiempo a regresar de Bruselas, donde ejerce de eurodiputado. Mejor pasar el confinamiento en casa. El catedrático Manuel Marchena recibe los rayos del sol en la azotea. Unos mueren, otros resisten.

El sol sale cada día y en estas jornadas no nos lo encontramos, hay que ir a buscarlo como se hace con una cofradía que se nos va. Estos días es evidente que la vida sigue. Y la muerte también. Se muere un guardia civil de 48 años que lideraba los grupos de acción del Instituto Armado. Se la jugó en esta crisis. Los héroes existen. Hay gente que vive como si no hubiera estado de alarma, sin ser conscientes de cuanto está ocurriendo, tratando quizás de permanecer dentro de su particular burbuja. Algunos hablan de las mismas cosas de siempre, de los mismos asuntos intrascendentes de cada día. Puede que sea un mero mecanismo de defensa.

Nos conformamos con la desaceleración de la muerte porque tal vez seamos gente de esperanza. Hoy hay menos muertos que ayer. Y suspiramos aliviados aunque la cifra fuera igualmente escalofriante Nos gusta ver la esperanza aunque solo la intuyamos. Miramos cada mediodía las cotizaciones de la guadaña y buscamos el dato positivo, el asidero para seguir aguantando, para convencernos de que quedarse en casa no es una medida exagerada. Cuando uno ve al rey con mascarilla en Madrid y al Papa en la imponente soledad de la Plaza de San Pedro son señales de que el mundo se ha detenido. O lo han detenido. Quien no quiera ver que no vea. Tantas veces hemos devaluado el adjetivo “histórico” que ahora se nos ha quedado pequeño. “Llevo seis días seguidos aquí. Estoy deseando descansar”, exclama la trabajadora de un supermercado. Los supermercados son el nuevo foro ciudadano donde la gente se mira, pero no se toca.

La Plaza de San Pedro se moja. Es más bella con lluvia. La Catedral de Sevilla también es más hermosa cuando el cielo llora. Siempre lo ha dicho Alfonso Jiménez, maestro mayor honorario. En la tele opinan los expertos, en el cementerio son enterrados los muertos. El Papa reza porque el mundo llora. No habrá días para tanto funeral cuando esto acabe. Al menos siempre habrá fotos que mirar. Fotos de papel, como los periódicos que algunos reservan cada día y leen cumpliendo con una liturgia cotidiana.