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Juan Rodríguez Garat

Trump y el Nobel de la Paz

Que Europa pague la factura de la guerra contra Putin podría distinguir al presidente de EEUU, si acaso, con el Nobel de Economía en el mejor de los casos

Donald Trump recibe en la Casa Blanca al príncipe Sheikh Salman ben Hamad al Khalifa, primer ministro de Bahréin.
Donald Trump recibe en la Casa Blanca al príncipe Sheikh Salman ben Hamad al Khalifa, primer ministro de Bahréin. / Will Oliver / Efe

20 de julio 2025 - 06:00

Líbreme Dios de cuestionar la política doméstica del presidente Trump. Eso es cosa de sus votantes, que lo premiarán o castigarán en las elecciones intermedias que, a finales del año que viene, renovarán la totalidad del Congreso –qué pena, por cierto, que los españoles no nos hayamos dotado de este potente mecanismo de control sobre quienes nos gobiernan– y un tercio del Senado.

En cambio, la política exterior de Trump la sufrimos todos. Una política innecesariamente arrogante –puede que responda a la necesidad de impresionar a los votantes norteamericanos, un objetivo quizá más importante que convencer a los líderes extranjeros– para defender los intereses de su país y los propios a fuerza de aranceles... y, en menor medida, de la poderosa herramienta que los Estados Unidos tienen en sus Fuerzas Armadas.

Obviamente, en este artículo sólo voy a discutir la estrategia militar del republicano, aunque ni de lejos sea la más importante para el presidente Trump. Y me temo que no tengo buenas noticias. Las indudables posibilidades que ofrece el Ejército norteamericano para contribuir a cambiar el mundo –tanto para bien como para mal– se ven hoy muy constreñidas por la incomprensión de un líder que creció en el mundo del espectáculo, se hizo grande en el de las finanzas... y, al contrario que su admirado correligionario Ronald Reagan, destituye a cualquier asesor que le lleve la contraria.

Con todo, no es la ignorancia lo peor de Donald Trump. A la vista de sus decisiones, parece probable que otro de los factores que más esté influyendo en la conducta del magnate sea el sueño imposible de recibir el premio Nobel de la Paz. Y la culpa, en este caso, no es solamente suya. También participan de ella el desvergonzado congresista republicano que se ha atrevido a proponer a su jefe de filas como candidato... y, sobre todo, quienes en su día decidieron establecer un mal precedente concediéndoselo al presidente Obama.

Durante la campaña electoral, el todavía candidato republicano prometió a sus votantes que sería capaz de llevar la paz al caótico mundo que heredó del pusilánime Joe Biden. Algunos le creerían y otros no, porque nunca tuvo el republicano los modales que se le presuponen a un adalid del pacifismo internacional. Sin embargo, la mayoría de sus fieles esperaban que, como mínimo, sería capaz de hacer que los EEUU se desentendieran de lo que ocurría en Gaza y, sobre todo, en Ucrania. Aún le queda mucho tiempo al segundo mandato del republicano pero, por el momento, parece que no ha conseguido ni una cosa ni la otra.

En Oriente Próximo, la política de soltar la correa de Netanyahu –entienda el lector que hablo figuradamente– para que ataque con aparente libertad a los muchos enemigos que tiene Israel en la región, no casa con la presión posterior para obligarlo a dejar la presa antes de alcanzar los objetivos militares de la campaña. Una estrategia tan contradictoria no parece que vaya a dar más resultados prácticos que la posición mucho más contenida del presidente Biden. La guerra de Gaza terminará algún día, con o sin Trump, pero las apocalípticas amenazas del magnate a Hamas, que el lector podrá encontrar en las hemerotecas –empezando por la advertencia de que pagarían con el infierno si no liberaban a los rehenes israelíes antes de su toma de posesión– no parecen haber hecho mucho para acelerar su final.

Las opciones que ofrece el Ejército de EEUU para cambiar el mundo se ven hoy muy constreñidas

Más allá de Gaza, sólo el tiempo nos permitirá valorar los logros de la breve guerra contra Irán a cuenta de su programa nuclear. Sin embargo, me parece probable que la historia juzgue con dureza a quien incendió la región para cerrar la crisis en falso apenas unas pocas horas después, no se sabe bien si porque se sintió presionado por las encuestas de opinión en sus propias filas o porque temió debilitar su candidatura al Nobel de la Paz.

Ocultas a los profanos bajo el innegable brillo de las operaciones militares –que sólo son un medio, nunca un fin– la Guerra de los Doce Días ha dejado demasiadas preguntas sin responder: ¿cuáles son los daños reales de los bombardeos? ¿Cuánto tardará Irán en rehabilitar las instalaciones destruidas? ¿Lo hará en los mismos lugares o en otros nuevos, ocultos a los ojos de Israel? ¿Cambiará la política negociadora de Teherán sobre el enriquecimiento de uranio? ¿Dónde están las reservas que el régimen había acumulado hasta el día de la guerra? ¿Volverán a realizarse inspecciones internacionales? ¿Será capaz el espionaje israelí de sustituirlas si quedan suspendidas indefinidamente? ¿Qué está ocurriendo en la central nuclear de Bushehr? ¿Colaborará Rusia con el programa iraní para hacerse perdonar la falta de apoyo militar en el momento en que la República Islámica lo necesitó? ¿Lo hará China? Y, entre todas ellas, sobresale la incógnita más importante: ¿volverá Trump a bombardear Irán si Jamenei insiste en el desarrollo de las armas nucleares que, a la vista está, tanto necesita para que sobreviva el régimen… o se limitará a repetir que su ataque fue tan destructivo que es ofensivo siquiera insinuar la posibilidad de que se reactive el programa?

El único y muy discutible éxito del magnate, la sorprendente tregua pactada por separado con los hutíes para poner fin a sus ataques en el mar Rojo –mirando hacia otro lado para no ver los misiles lanzados desde el Yemen contra el territorio de Israel– se acaba de derrumbar. Está todavía por ver cuál será la reacción de Trump al hundimiento de dos buques mercantes —el Magic Seas, sin víctimas en la tripulación; y el Eternity C, en el que murieron cuatro marinos y fueron secuestrados otros 12— en los días 6 y 7 de este mes. Por el momento, sólo resuena su silencio.

Y ¿qué decir de Ucrania? Fracasada como era previsible la política de apaciguamiento –porque, sea lo que sea lo que Trump pueda ofrecerle, Putin siempre pedirá más– el magnate todavía no termina de creerse que el dictador ruso le haya tomado el pelo. Él lo niega, desde luego. De hecho, presume en Truth Social de que el criminal del Kremlin había logrado engañar a Clinton, Bush, Obama y Biden... pero no a él. Yo, sin embargo, todavía recuerdo al presidente Trump asegurando a sus votantes que, contra lo que casi todos pensábamos, Putin quería la paz.

Engañado o no por el taimado ruso, lo cierto es que Trump dio esperanzas al Kremlin durante varios meses y ahora le da tiempo. Ambas cosas prolongarán la guerra. ¿Podrá al menos Washington quedarse al margen, como demanda buena parte de los votantes republicanos? Seguramente no. Será la impotencia de Moscú, que se ve obligado a recurrir al ataque a las ciudades ucranianas para disimular ante su opinión pública la falta de avances sustanciales en el frente, la que impida a Trump desentenderse del conflicto. ¿Cómo hacerlo después de confesar que fue la primera dama quien le recordó que, mientras él hablaba con el dictador, Putin ordenaba nuevos bombardeos contra objetivos civiles?

Lo más que Trump puede conseguir con su atolondrada estrategia es que, mientras dure su mandato, sean los contribuyentes europeos y no los norteamericanos los que paguen la factura de la guerra que, por desgracia, debe librarse para detener a Putin. Y no seré yo quien diga que no tiene algo de razón. Como él mismo dice, hay un océano entre ellos y Rusia. Sin embargo, por un logro así, que tiene tan poco de altruista, el Nobel que el magnate podría merecer sería el de Economía en el mejor de los casos, no el de la Paz.

Juan Rodríguez Garat es almirante retirado

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