Crítica de Danza

Carmen o el sentido de la libertad

El virtuosismo de los bailarines es la gran baza de esta inusual propuesta.

El virtuosismo de los bailarines es la gran baza de esta inusual propuesta. / juan carlos muñoz

Petipa, Roland Petit, Mats Ek, Gades, Sara Baras... Pocos coreógrafos y coreógrafas han podido sustraerse a la fatal atracción que ejerce esta mujer coqueta, seductora e incluso malvada. Una mujer que, por encima de sus fuentes literarias, se ha convertido en un sinónimo de libertad.

Ahora Víctor Ullate, uno de los grandes referentes de la danza española desde que fundara su propia compañía en 1988, se enfrenta a ella con la misma libertad de la protagonista; una mujer que, según la encargada de encarnarla, Lucía Lacarra, "tiene en ella misma su única prisión".

Con una brillante ROSS en el foso interpretando una música de Pedro Navarrete que integra los temas más populares de la conocida ópera de Bizet; a veces largos fragmentos, como el del segundo acto (para una brillante escena masculina), el coreógrafo aragonés se ha alejado por completo de la historia de la cigarrera. Aquí no hay fábrica ni contrabando, ni mantones, ni toreros. Su Carmen, de día, es una sofisticada top model, como se puede ver en una filmación de un glamuroso desfile de modelos que invade el escenario al principio. De noche, la mujer se entrega a la calle y a los amores pasajeros. Acepta todos los riesgos y juega sin miedo con la muerte que merodea a su alrededor.

Cuesta seguir la historia, ya que los personajes, salvo Carmen y el soldado, no están definidos y hay una mezcla de lenguajes en la que la danza clásica y la neoclásica coquetean con el cabaret y con las escenas corales de los grandes musicales (algunas muy teatrales), con numerosas citas, del cine o incluso de piezas suyas anteriores. Poco queda, sin embargo, de sus raíces, excepto en la escena del primer encuentro entre los protagonistas en medio del grupo de soldados.

A pesar de todo este desconcierto, mayor para los conocedores y amantes de la ópera de Bizet, Ullate ha encontrado una fórmula repleta de elementos familiares para la mayor parte del público del siglo XXI: un potente universo de imágenes espectaculares que se crean o se proyectan en el acertado escenario vacío de Paco Azorín; el mundo de la moda, un submundo lleno de prostitutas y travestis, con acentos casi chabacanos en algunos momentos, y un vestuario de corpiños negros a lo Gaultier que uniforma y distancia del arquetipo.

Lo mejor de todo: la energía, la fuerza y el virtuosismo que ha caracterizado siempre a los bailarines de Ullate. Todo el cuerpo de baile es magnífico y entre ellos Lucía Lacarra -formada en su escuela y crecida en su compañía antes de convertirse en estrella de otros ballets internacionales y ganar premios tan importantes como el Nacional de Danza o el Nijinski- está sencillamente impresionante. Poderosa siempre y delicada en ocasiones, la guipuzcoana, que asumirá este año la dirección artística del Ballet, recogiendo el testigo de su maestro, nos encandiló sobre todo en sus pasos a dos con Don José -fantástico también Josué Ullate- y con la Muerte, en los que hizo alarde de su gran técnica y de una gran variedad de matices.

Si Ullate, como ha afirmado, no pretendía hacer un ballet sino un gran espectáculo para todo tipo de público, no cabe duda de que lo ha conseguido.

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