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ANDREA CHÉNIER | CRÍTICA

Pasiones a baja revolución

Ainhoa Arteta en el primer acto de 'Andrea Chénier'

Ainhoa Arteta en el primer acto de 'Andrea Chénier' / Juan Carlos Vázquez

Si hay alguna ópera del gran repertorio que descanse sobre la intensidad, la efusividad y la energía en la exposición de las pasiones, ésa es Andrea Chénier. Todo en ella es exacerbación de los códigos expresivos de la ópera romántica, una especie de implosión final en los momentos en que la gran ópera italiana del XIX llegaba a su fin, como en un Big Bang de fuerza sentimental.

Por ello es necesario entender ese perfil de conjunto de códigos llevados a su máximo exponente para conseguir hacer llegar al público precisamente esa saturación expresiva que da sentido a una ópera de libreto verboso y sin coherencia en el diseño de los personajes. No lo supo ver así Halffter, que hizo una de las lecturas más superficiales y anodinas que le recordamos. Se concentró, como es habitual en este director, en señalar con contundencia los clímax sonoros, con el exceso sonoro también consuetudinario y que puso en aprietos muchas veces a las voces, como en ese final al que Arteta llegó casi de milagro sin romper la voz por tener que forzar la emisión. No hubo morbidez en el fraseo ni atención a las transiciones, lo que unido a unos tempos por lo general lentos y poco matizados dio al traste con momentos tan intensos como La mamma morta.

Tampoco alcanzó la brillantez de hace dieciocho años la pareja protagonista. Kim es el clásico tenor trompetero cuya voz sólo corre apropiadamente por encima del forte, porque por debajo bambolea de lo lindo y suena estrangulada. No se le pidan tampoco matices, regulaciones ni una línea de canto depurada, por no hablar del timbre poco agraciado. Arteta, por su parte, luchó toda la noche contra su desbocada tendencia tremolante y contra sus cambios de color en el descenso a la franja grave, que suena abierta y destemplada. No llegó a transmitir emoción en su famoso fragmento y en la escena final los agudos sonaron chillados y muy forzados.

Por suerte, para el personaje de Gérard teníamos a uno de los mejores barítonos del mundo, un Juan Jesús Rodríguez de voz contundente a la vez que seductora de timbre y bien manejada en el fraseo. Todo un espectáculo vocal que salvó la noche.Del amplio grupo de secundarios cabe señalar las estupendas voces de Arrabal, Latorre, Lagares y Pintó. El coro algo por debajo de Il trovatore en materia de empaste. La puesta en escena parte de una idea interesante, pero que se agota pronto y acaba siendo más bien aburrida.

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