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Cultura

Desplazamientos del arte

  • Jacques Rancière analiza los vuelcos y ensanchamientos estéticos a lo largo de la historia en una obra que funciona también como contra-historia y contra-teoría de la modernidad.

Aisthesis . Escenas del régimen estético del arte. Jacques Rancière. Trad. Mariel Manrique y Hernán Marturet. Shangrila. Santander, 2014. 312 páginas. 20 euros

Rancière declara haber reunido en este libro "escenas de pensamiento" que muestran distintas transformaciones (por ejemplo la de una estatua mutilada que deviene en obra perfecta, la que hace de un niño piojoso una representación del ideal o la que metamorfosea un mono de trabajo remendado en un traje de príncipe) para con ellas recomponer, trazo a trazo, el dibujo de una constelación, la del "régimen estético del arte", esa Aisthesis que el filósofo desentraña en tanto que lógica que atañe a una manera de percibir, sentir y pensar que nace en paralelo, compartiendo cordón umbilical, a las mutaciones políticas y sociales que trajo consigo el siglo XVIII: el Arte, para Rancière, sólo existe en Occidente desde finales del siglo ilustrado, pues es entonces cuando aparece como ese "mundo aparte en el que cualquiera puede entrar", lejos por lo tanto de las antiguas jerarquías y clasificaciones, abierto a la prosa de un sensorium cotidiano que lo enfrentaba a las tradicionales restricciones del arte bello. Este cambio de paradigma, este ensanchamiento y vuelco estético, esta, en definitiva, constante redefinición del arte, es la que persigue Rancière en cuadros de género, danzas serpentinas, payasadas de music-hall o ritmos de montaje cinematográfico, fragmentos en su mayoría recuperados del olvido con los que dar cuenta de una edad moderna caracterizada por la interrelación de las artes -desdibujadas sus especificidades- y su intrusión en el mundo prosaico.

Esta contra-historia y contra-teoría de la modernidad la escribe Rancière en oposición a ese otro concepto, hegemónico, de modernidad -el libro se cierra justamente con las primeras diatribas del joven crítico marxista Clement Greenberg en torno al kitsch como emanación de la cultura popular- que reedificaría más tarde la frontera entre arte serio y diversiones capitalistas compartimentando al primero en una serie de prácticas autorreflexivas y autónomas que alcanzaba su sentido estético y político en la experiencia vanguardista. Es decir, frente a las historias y filosofías del arte moderno, que se han encargado de narrar, mientras coleccionaban momentos de ruptura, la paulatina conquista de la especificidad por parte de cada disciplina artística, el francés coloca una serie de microcosmos de impureza donde se percibe cómo el régimen estético se ha ido formando, transformando y extendiendo por nuevos territorios en un proceso siempre susceptible de ser ampliado. Rancière parte de 1764, cuando Winckelmann describe el Torso de Hércules revocando el principio que vinculaba la belleza a la idea de proporción y expresión e inaugurando el tiempo a partir del cual los artistas aceptarían el riesgo de experimentar con la fuerza sensible agazapada en la inexpresividad o la inmovilidad, la detención de la historia y la suspensión del sentido; y llega hasta 1936, cuando James Agee y Walker Evans publican Elogiemos ahora a hombres famosos, una traición del arte del reportaje que trascendía la habitual colección de detalles sobre la vida de los humillados y olvidados para en su lugar celebrar, a partir de la terrible conciencia de quien ha ido a la casa del pobre a mirar, la alianza de arte y azar, el efecto de cercar en los bricolajes de la familia de aparceros un arte de vivir que alimenta en Agee una poética cercana a la de Proust, Joyce o Woolf, otros recolectores de instantes triviales desde los que se despliega una totalidad inagotable, "la verdad de una hora del mundo".

Éstos son sólo dos ejemplos de entre las catorce escenas que, sin seguir un encadenamiento evidente sino respondiendo a un programa de intersección y prolongación, Rancière expone en el libro a partir de un esquema cronológico y de un procedimiento que explicita este concepto de un arte liberado de lógicas casuales, jerarquías y pedagogías: cada acontecimiento estético, ya sea producido por estos arrendatarios de Alabama, los mendigos de un cuadro de Murillo, las danzas veladas de Loïs Fuller o los nómadas filmados por los operadores de Vertov en los confines del Asia soviética, recibe el destello de un texto emblemático e inaugural que reconoció en su momento su adscripción a un determinado régimen de percepción y pensamiento. Así, de Hegel a Ruskin, de Winckelmann a los menospreciados Gautier o Banville, extractando tanto de grandes obras, como de conferencias o notas de una visita al museo, es como Rancière restablece una genealogía de la estética que explique en su extensión y complejidad un paradigma modernista en el que tanta influencia tuvo Mondrian como Chaplin.

Decíamos que este viaje en el tiempo y en el espacio, este entrecruzamiento de fuerzas subterráneas, no responde a una lógica estructurada. Pero en la aventura hay rimas, repeticiones y estribillos. Y es que este concepto de escena -clave en el pensamiento político de Rancière-, esa red de objetos, acciones, percepciones, movimiento y pensamiento que conforman el régimen estético donde materia y expresión se relacionan no sin paradoja y contradicción, parece convocar indisimuladamente al cuerpo, uno de los principales protagonistas de Aisthesis. Así, es la escena de la danza de Fuller o Duncan, del teatro de Meyerhold, Maeterlinck o Craig o de los excesos de payasos y actores del slapstick las que ayudan a ejemplificar la historia del régimen estético, "un gran cuerpo fragmentado" del que nace "una multiplicidad de cuerpos inéditos". Nuevos cuerpos que alumbran nuevos paradigmas; médiums inactivos e involucrados en torbellinos de idealidad y sensualidad que desvelan los vínculos entre el arte y las comunidades políticas.

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