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Ensemble de Percusión de la OSC | Crítica

Inventos y rituales chamánicos

Percusiones en la iglesia de la Anunciación.

Percusiones en la iglesia de la Anunciación. / P.J.V.

Transgresor e inconoclasta, John Cage sigue siendo figura fascinante del arte y la cultura del siglo XX. Un inventor genial (según, supuestamente, le anticipó Schoenberg) y un creador de espacios sonoros de indiscutible audacia. No fue el inventor del piano preparado, pero sí quien lo convirtió en una herramienta con un potencial asombroso para la seducción de cualquier oído sensible. Tampoco fue el primero en introducir el ruido en la música (Luigi Russolo se le adelantó con sus máquinas de intonarumori), pero hizo un amplísimo uso del sonido no armónico e indeterminado, muy especialmente en sus piezas para percusión, en las que fue capaz de disponer cualquier cosa que produzca sonido al ser golpeada, batida, agitada, barrida, rascada... es decir, cualquier cosa.

Objetos de la vida cotidiana (latas, cajas, cencerros, esteras de esparto, varas, escobas...) se mezclan así con instrumentos de la tradición (algunos también con sonido determinado) en un ritual sonoro que tiene mucho de primitivista, de chamánico en la búsqueda del trance y en la conexión con los ritmos más básicos y naturales de la experiencia vital. A veces, entre golpes y chasquidos, Cage incorpora la voz humana (Forever and Sunsmell, Living Room Music), un aparato de radio, un tocadiscos... El concierto del Ensemble de Percusión de la OSC lo presentó así, más empático y cercano cuanto más descarnado y caótico (Imaginary Landscape II), más apasionado y emotivo cuanto más libre (los dos movimientos de la suite Amores pensados para trío de percusionistas; en cambio, Double Music resultó un tanto academicista y fría). El Cage último, el de Child of tree (1975), sonó al principio, y resultó el Cage más atrevido y mordaz, el que pactó con la naturaleza para sacar sonido de las piedras y las púas de un cactus.

Al californiano le habría resultado muy atractiva la trangresora idea de presentar un rito como este, que tanto tiene de profano (y hasta de procaz), en un templo católico en plena época de Adviento. Sin embargo no estoy seguro de que hubiera disfrutado con su 4’33’’, obra que hacía mucho que no se oía en Sevilla, y que pasó sin pena ni gloria. La gente que asiste a estos conciertos ya la conoce, y nadie se atreve a romper ese silencio que en realidad Cage nos enseñó a descubrir que no existe. La celebración y reivindicación del carácter social del arte (el otro puntal en el que se apoya esta obra crucial del último siglo) merece transgredir ámbitos más formales, soliviantar y agitar conciencias nuevas, aún puras.

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