Es, sigue siendo, uno de los grandes nombres del flamenco actual. Es heredera del legado y la responsabilidad que conlleva su apellido. Pero siempre ha sido una artista con ideas propias y enorme personalidad. Por su voz afinada, elegante, plena de color. Por su poderosa imagen, su carisma escénico, que tuvo que poner de nuevo ayer en juego, sobre todo cuando las deficiencias técnicas del sonido parecían poner en riesgo la continuidad del recital. En ese momento la cantaora se puso en pie y cantó sin megafonía metiéndose al público, una vez más, en el bolsillo, y acompañando su voz de unos pasos de baile.

Lo mejor, como casi siempre, llegó con la intimidad cuando a solas con Montoyita escanció algunas perlas en formas de coplas flamencas: tarantas, malagueñas del Canario y de Chacón, seguiriyas. Ahí su voz se mostró más madura que nunca en la noche y siempre con una asunción propia del legado, tanto del de los creadores decimonónicos como del tamiz al que lo sometió Enrique Morente. Aunque venía acompañada de un grupo notable, en su mayoría compuesto por miembros de su familia, con cuatro palmeros-coristas, dos percusiones y la guitarra del mencionado Montoyita, que la acompañaron en la mayor parte del recital.

Un recital muy completo en el que la cantaora alternó el flamenco clásico con arreglos, que son ya, también, clásicos, de su padre y también con versiones de canciones a ritmos jondos.