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Éxtasis / Ravel (Show Andaluz) | Crítica de Danza

Un viaje soñado por las partituras de Ravel

Una imagen de la imaginativa coreografía creada para las piezas del músico francés.

Una imagen de la imaginativa coreografía creada para las piezas del músico francés. / Juan Carlos Muñoz

El carácter bienal del Festival Internacional de Danza de Itálica hace de esta una edición especial, aunque solo sea por lo que, tanto los artistas como el público, hemos vivido desde aquel despreocupado verano de 2019.

La inauguración tuvo lugar el pasado martes con el estreno absoluto de de uno de nuestros creadores más rigurosos e internacionales: Andrés Marín. Un bailaor que, como otros artistas procedentes del flamenco, ha dejado atrás las barreras y las etiquetas para adentrarse en una búsqueda de nuevos lenguajes para sus necesidades expresivas más personales.

Marín, que posee unos sólidos conocimientos musicales y que ha demostrado ya con creces que no le asusta el riesgo, ni los grandes formatos, ni la confrontación con otras artes, ha elegido la música de Maurice Ravel (1875-1937) para este nuevo trabajo, coproducido por el propio Festival.

Y ese es el primer activo de un espectáculo que, únicamente con tres músicos excepcionales -Óscar Martín al piano, Alfonso Padilla con los saxofones y Daniel Suárez a la percusión-, logra convertirse en un auténtico concierto cuya columna vertebral son las diversas composiciones del músico francés. Un hombre enamorado de la danza como demostró, entre otras cosas, colaborando con Diaghilev y con los Ballets Rusos que a la sazón revolucionaban la escena parisina.

A pesar de su eclecticismo, Ravel plantea unos caminos en los que el flamenco no tiene cabida como tal. De hecho, Marín reduce considerablemente su vocabulario para completar con los pies -como hace en algún momento Andrea Antó con las castañuelas- las percusiones de las partituras.

Para Ravel, Marín ha creado un entramado coreográfico en el que los maillots negros que visten las cuatro magníficas bailarinas (con las caras también cubiertas) nos alejan de cualquier tiempo y lugar concretos, salvo por unos pocos elementos, como la faja verde y blanca y el sombrero en el atuendo del sevillano (que huele a Andalucía y a muchos de sus personajes), un mantón de Manila o esa especie de extraño tutú-cancán de Antó, que nos remite en algún momento a esas varietés que tanto alimentaron a bailarinas españolas como la Argentina.

Es como si deconstruyera el flamenco disgregando en cada bailarina los géneros que lo conforman, incluida la danza clásica que los Ballets Rusos incorporaron a su paso por España y que Lucía Vázquez, en puntas, recrea de manera excepcional.

Con todo, esa ensoñación que nos propone la pieza resulta bastante irregular. Así, junto a escenas muy hermosas y sugestivas, con Brûlé y Aibar como caras de una misma moneda, o con las cuatro figuras por el suelo como las nadadoras de tantos pintores impresionistas, o como en el espectacular crescendo del Bolero versionado por Carretero (un auténtico éxtasis), hay otras en las que nos perdemos irremisiblemente. Como si nos hubieran dejado fuera de ese sueño que flota en el escenario.

Por encima de todo, sin embargo, y frente a lo que se suele ver en el flamenco y otros géneros dancísticos, la obra presenta una insobornable unidad musical y estética. Esta última gracias, entre otras cosas, a la labor del artista plástico José Miguel Pereñíguez, colaborador del bailaor desde la pasada Bienal de Flamenco en la que Marín obtuvo el preciado Giraldillo al Baile.

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