Turina & Minguillón | Crítica

Una historia francesa del violonchelo

Guillermo Turina y Manuel Minguillón en el Alcázar.

Guillermo Turina y Manuel Minguillón en el Alcázar. / Actidea

Nacido en Italia a finales del siglo XVI como un artefacto híbrido y puesto inmediatamente a servir como continuista en la música para violín, el violonchelo empieza a ganar su independencia con la escuela boloñesa de finales del siglo XVII y adquiere su mayoría de edad en las Suites bachianas de en torno a 1720. El madrileño Guillermo Turina vino al Alcázar para contarnos otra historia del violonchelo, ya que la suya está inspirada en los hermanos Jean-Louis y Jean-Pierre Duport, violonchelistas parisinos (a los que ha dedicado su tesis doctoral y un cedé), que tuvieron enorme trascendencia en el salto adelante que el instrumento dio a principios del siglo XIX con Beethoven.

Esa historia arranca de un virtuoso napolitano, Francesco Alborea, quien acabó trabajando en Centroeuropa, y de su influencia sobre el francés Martin Berteau, maestro de los Duport. Y para contarnos esa historia, Turina se vino con un destacado intérprete de instrumentos de cuerda pulsada con el que lleva trabajando casi una década, el también madrileño Manuel Minguillón. No es muy habitual el uso del archilaúd y de la guitarra barroca como único instrumento de continuo y menos aún en música como la de los Duport, escrita ya en la década de 1780, pero funcionó de manera extraordinaria por la magnífica conexión entre los dos intérpretes y por los colores que Minguillón aportó a la música, incluso con pasajes rasgueados a la guitarra en una de las Sinfonias di violoncello de Giacomo Facco, un italiano que trabajó en España, pero que sin duda conocía bien la música francesa (sólo faltaba oír su Chacona).

Turina se ha convertido en uno de los más sólidos valores del violonchelo barroco en España, y lo demostró con una actuación formidable a la que es difícil poner una pega. Su sonido es ancho, hermoso; el arco, relajado y preciso, lo que mostró desde el Amoroso inicial de la Sonata de Alborea, pura delicia en un fraseo por completo elocuente; la afinación resultó impecable toda la noche; su agilidad virtuosística no fue puesta en apuros ni en medio compás. Estilísticamente su interpretación resultó además inatacable: la articulación, el fraseo, la variedad de matices (los detalles dinámicos y agógicos en el Rondeau de cierre de la Op.2 nº3 de J. L. Duport le dieron a la pieza auténtica profundidad) y la ornamentación, que resultó muy decorativa en las obras más antiguas, para hacerse más estructural en la música más tardía, fueron capaces no sólo de sostener un repertorio que quizás no es de primerísimo nivel en el terreno clásico (Haydn, Mozart y Beethoven juegan en otra categoría), sino de elevarlo, entre otras cosas, acentuando el carácter más expresivo de algunos movimientos lentos (maravilloso el Adagio de la Op.1 nº1 de J. P. Duport) y de hacer comprensible el recorrido estilístico seguido por la música de forma muy didáctica. Como ya se ha dicho, la sensibilidad y el fino sentido musical de Minguillón resultaron imprescindibles para el éxito de la propuesta.

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