Torre & Cogato | Crítica

Fantasías y certezas del violín

Joaquín Torre y Tommaso Cogato en el Alcázar.

Joaquín Torre y Tommaso Cogato en el Alcázar. / Actidea

Las Noches en los Jardines del Real Alcázar dedican este año un ciclo a Camille Saint-Saëns por el centenario de su muerte. Saint-Saëns fue un niño superdotado que acabó convertido en compositor longevo de una obra amplísima e irregular. En 1859 había conocido a un jovencísimo talento navarro de sólo 15 años a quien dedicó enseguida su primer Concierto para violín. Ese adolescente, reconocido ya en toda Europa, era Pablo Sarasate y para él escribiría también cuatro años después la Introducción y rondó caprichoso, obra sinfónica con violín solista. Fue Georges Bizet quien por encargo del editor pasaría la orquesta al piano y hoy la pieza es igual de famosa en las dos versiones. Doce años después, Bizet estrenó, tras un proceloso camino, Carmen, cumbre del arte lírico francés, pero ni siquiera pudo conocer el enorme éxito de la ópera, pues murió sólo tres meses después de su fracasada presentación parisina. Eso ocurrió en 1875. En 1883, Sarasate escribiría una de sus obras más populares a partir de los temas de Carmen, una Fantasía tan brillante como ampulosa e intrascendente. Cuando Sarasate murió en 1908, un violinista belga estaba en la cúspide de su prestigio. Su nombre, Eugène Ysaÿe, personalidad compleja, que brilló también como compositor y hoy es sobre todo conocido por sus Seis sonatas para violín solo, escritas en 1923, con el retrovisor mirando a Bach y los focos delanteros apuntando a algunos de sus grandes colegas. Por ejemplo, el rumano George Enescu, también violinista y compositor excepcional, a quien dedicó la de esas sonatas, la más breve de todas. Aunque Ysaÿe trabajó por todo el mundo, fueron sus éxitos parisinos en la década de 1880 los que lo impulsaron al estrellato. Enescu también triunfó en y desde París, y desde la capital francesa, Claude Debussy desarrolló un estilo de composición que se salía de los cauces del lenguaje tonal tradicional, pero lo hacía de una forma bien distinta a la que, en aquellos años cruciales de la primera década del Novecientos, estaban planteando un grupo de compositores en Viena, que tendría igualmente enorme trascendencia en el futuro de la música.

Todos esos hilos temáticos tramaron la presentación en Sevilla del joven violinista Joaquín Torre (Madrid, 2000), que a sus 21 años dio una imagen de virtuoso hasta excesivo para su edad. Virtuoso por la agilidad casi inverosímil que exigen piezas como las de Saint-Saëns o Sarasate, que rozan a ratos lo circense, y él tocó con una naturalidad deslumbrante, integrando el ejercicio atlético en una línea de afinación impoluta y un ritmo riguroso (¡a ver cómo vuelves si te desvías!), pero haciendo que todo sonara fresco y flexible, jugando por ejemplo con las retenciones en las variaciones caprichosas de Sarasate.

Pero virtuoso también por la concepción del sonido, firme, lleno, poderoso, y de la música, en la que los detalles (matices dinámicos y agógicos) se integraron admirablemente en la arquitectura de las obras. El recital empezó con un Debussy de extremos: primero, el joven que escribió el Claro de luna (convertida luego en movimiento de una famosa suite pianística), obra decorativa, que en su versión violinística incrementa su imagen de música evanescente, siempre un poco en el límite del sentimentalismo kitsch; después, el hombre que se sabe condenado y escribe su última obra, la Sonata, de una desnudez y un formalismo clásico que parecía desmentir su estilo anterior. Acaso por esa misma forma más cerrada, más convencional si se quiere, la interpretación de Torre pareció algo impersonal, fue una lectura más literal, menos interiorizada e incluso un punto acelerada, como si no hubiera más remedio que pasar por ahí, pero cuanto antes. Bien es cierto que fue el momento en el que la interacción con su acompañante resultó más intensa, y Cogato, impecable el resto de la noche, aportó su lucidez, experiencia y elegancia, haciendo especial hincapié en esos detalles tímbricos que destacó en su breve locución inicial.

Posiblemente, el momento álgido del recital vino con la interpretación de la Sonata nº3 para violín solo de Ysaÿe, ya que la obra mezcla con absoluta coherencia el virtuosismo más exigente (dobles cuerdas, bariolage de vértigo, sobre todo al final) con una mirada que sin perder de vista a Bach se pasa también por los tradicionales ritmos con puntillo de la música francesa y cierta extravagancia melódica cercana al folclore centroeuropeo. Torre lo integró todo en una versión madura e intensa, de sonido robusto y hondo, que hizo crecer la música hasta su delirante final en un angustioso re menor.

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