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La batalla de los ausentes | Crítica de teatro

Una puerta a ninguna parte

Una elocuente imagen del último trabajo de La Zaranda.

Una elocuente imagen del último trabajo de La Zaranda. / Víctor Iglesias

A su propio ritmo, normalmente cada dos años, a veces más, La Zaranda llega a nuestros escenarios con su teatro único y perfectamente reconocible, como sucede con la obra de los grandes artistas.

Ahora lo hace con La batalla de los ausentes, un trabajo realizado en coproducción con el Teatre Romea de Barcelona y estrenado el pasado mes de marzo, en el que, tras la ampliación actoral de su última obra, El desguace de las musas (2019), vuelve de nuevo a su esencia.

Esto significa contar con sus tres magníficos actores-personajes, “derrotados, pero nunca vencidos”, como han repetido en varias ocasiones; un hermoso texto hecho de antítesis y plagado de metáforas, firmado como siempre por Eusebio Calonge, y unos pocos elementos escenográficos desvencijados con los que ellos, con la sabia dirección de Paco de la Zaranda, son capaces de crear una realidad completamente a la medida de sus necesidades o de sus deseos.

En esta ocasión, los fracasados, los marginados, son tres veteranos, casi beckettianos, que esperan inútilmente un homenaje por los servicios prestados en una guerra cuyo nombre ya nadie logra recordar.

Un punto de partida ideal para adentrarse en los grandes caballos de batalla de su existencia artística: la lucha por la supervivencia, la memoria como antídoto contra la muerte, la dignidad de la persona y una identidad que se persigue aun a costa de necesitar un enemigo.

Por ello, no dudan en volver a adentrarse en la última trinchera y crear allí una realidad fuera del tiempo que nos remite en ocasiones –y sin gallinazos- al mundo sin esperanza del Coronel que tan magistralmente dibujara García Márquez.

Un microcosmos en el que este Teatro Inestable de Ninguna Parte –o de Todas Partes, que es lo mismo-, con una ironía ácida que encuentra rápidamente la complicidad del espectador, pasa revista a los poderes establecidos, eligiendo incluso a un presidente que, a su vez, elige a sus ministros: muñecos de trapo todos ellos, salvo el de Cultura, que ni vino ni se le esperó.

Un texto tal vez más extenso que otros, por lo que el ritmo de la pieza se alarga en algunos pasajes, a pesar de sus pausas proverbiales para que estos seres absurdos de pasos torpes, esta vez a ritmo de vals, evolucionen hacia ninguna parte. Tampoco podía faltar una marcha procesional, que suena en un final realmente poético en el que la Zaranda se posiciona dejándonos una puerta abierta y hermosamente iluminada.

Una salida que, tal y como están las cosas actualmente en el mundo, parece que solo puede conducirnos a nuestro propio interior.

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