LE NOZZE DI FIGARO | CRÍTICA

Sevilla como personaje de ópera

Las bodas de Fígaro en Sevilla / José Ángel García

Cada vez que se programa esta ópera se obra el milagro. Se aparece ante nosotros la Belleza en estado puro y la perfección que sólo un genio es capaz de hacer posible. Nada sobra en estas tres horas de pura música y de puro teatro. Y nada falta, salvo volver a escucharla y verla lo antes posible, porque esta creación sublime tiene el don excepcional de renovar el asombro a cada experiencia con ella.

Y lo que es más inexplicable: al margen de la interpretación concreta de cada representación, de cada producción. Porque la epifanía de lo sublime se produce siempre. Por ejemplo esta pasada velada. Corrado Rovaris ha dirigido su ópera de Mozart al margen de los cantantes, de la orquesta y del propio sentido de la musicalidad mozartiana. Ya la opción de disponer a la orquesta elevada sobre una tarima y totalmente descubierta se manifestó desde la primera escena como una opción fallida, porque a pesar de la reducción de la plantilla era excesivo el sonido que manaba del foso. En todo la primera escena entre Susanna y Figaro costó trabajo distinguir las voces entre la oleada de decibelios dispuesta por Rovaris. Afortundamente, el equilibro fue estableciéndose poco a poco, pero en los números de conjunto, sobre todo en los finales de los actos segundo y cuarto el problema regresaba. A esto hay que añadirle su fraseo precipitado, su manera de enlazar las frases sin dejar un mínimo margen para la respiración. Cecilia Molinari se las vio y se las deseó para poder tomar aire en Non so più, mientras que a Alessio Arduini le puso las cosas complicadas con la velocidad que le impuso en Se vuol ballare, por poner solo dos ejemplos. No había comunicación entre la batuta y los cantantes, a los que pocas entradas dio y a los que llevó a tempos acelerados. Con todo, hubo momentos en los que no pudo sustraerse al lirismo de la música, como en el aria Deh, vieni, non tardar, en la que dejó que Natalia Labourdette desplegase una mórbida y sensual linea de canto tachonada de reguladores y de acentuaciones.

Escena del primer acto de esta ópera. Escena del primer acto de esta ópera.

Escena del primer acto de esta ópera. / Juan Carlos Muñoz

Fue la madrileña la mejor de todo el nutrido elenco, por voz y por interpretación. A su timbre brillante y su proyección perfecta se unió su acentuada capacidad dramática y su soltura escénica. Sus intervenciones se contaron entre los mejores instantes de la función, como el dueto Che soave zeffiretto, junto a una Carmela Remigio espléndida en ese momento. Porque la intérprete de la condesa empezó algo fría y sin la voz colocada al cien por cien en Porgi amor, aunque aquí, como en el resto de la función, su fraseo fue muy delicado y de dicción clara. La voz oscilaba más de lo aconsejable, pero con el correr de los compases se fue entonando hasta llegar al mencionado dueto, no sin antes dejar escapar un momento tan excepcional como Dove sono, en el que faltó delicadeza en el fraseo en la primera sección y bravura en la segunda. En toda la escena final estuvo espléndida, con un canto delicado y una voz en plenitud tímbrica.

Se anunció la indisposición de Alessio Arduini y la posibilidad de ser sustituido una vez arrancada la representación, pero la verdad es que no solo aguantó hasta el final, sino que defendió brillantemente su parte. La voz tiene presencia y sabe usarla con sentido escénico, como quedó de manifiesto en su aria Aprite un po' quegli' occhi, cantada con auténtica rabia y articulada con gran profusión de detalles. Lo contrario que Prato, de voz mate y a la que le falta la contundencia y la presencia vocal para el personaje. Bello timbre y buena manera de frasear la de Molinari, cuyo Voi che sapete tuvo que luchar contra un acompañamiento poco delicado. Amparo Navarro dispuso de la poco frecuente aria Il capro e la capretta para demostrar la calidad de su voz y sus buenas maneras a la hora de frasear. Al igual que Inés Ballesteros con L'ho perduta, cantada con una atractiva mezcla de sensualidad y de inocencia y con una voz llena de brillo. Gran nivel también el del resto de los personajes, incluidas las dos estupendas solistas del coro (Diana Larios y Julia Rey) que encarnaron a dos campesinas

Emilio Sagi reproduce con fidelidad la luz y las texturas sevillanas en una producción elegante, bellísima y plenamente teatral, con agilidad en los movimientos y fino humor en las escenas más cómicas. La escenografía es impactante, con un acto final en un maravilloso jardin enmarcado por muros de buganvillas. Y todo con una iluminación cálida llena de matices que ayuda a materializar la recreación del aire y la luz de la Sevilla dieciochesca.

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