DIDO Y ENEAS | CRÍTICA

Dido muere cada vez más bella

Dido y su lamento en el Espacio Turina.

Dido y su lamento en el Espacio Turina. / Luis Ollero

En los quince años transcurridos desde la última vez que la Orquesta Barroca de Sevilla interpretó Dido y Eneas en el Maestranza hasta hoy se puede apreciar perfectamente el enorme crecimiento en calidad y madurez del conjunto sevillano. Los músicos pasan por ella, llegan otros nuevos, pero el grupo sigue sonando cada vez mejor.

Bajo la tutela de un Alfonso Sebastián que la conoce al dedillo y que imprimió una dirección llena de juegos de contrastes y de colores, la OBS sonó compactada y con amplitud de colores. Sebastián quiso subrayar el tono trágico de la ópera desde unos primeros acordes de la obertura atacados con cierto nivel de rusticidad y forzando algunas leves disonancias. Esa misma rusticidad que se materializó en ataques secos y con acentos muy marcados en los aires de danza.

Vandalia alternó las partes corales (soberbias, con ese empaste denso que lo caracteriza y con una deploración final muy delicada) con la asunción de personajes secundarios, que salieron de sus bocas perfectamente definidos, especialmente esa bruja encarnada con toda la intención y el color por Rocío de Frutos.

Marta Infante se revistió de los más trágicos colores desde su primera intervención. Con esa voz de seductores y poco frecuentes colores oscuros y su capacidad de matización (soberbios pianissimi perfectamente perceptibles) y de modelado de cada frase, fue una Dido conmovedora. Si emocionante fue su lamento final, no menos cargado de dramatismo estuvo el recitativo previo, cincelado palabra a palabraMathéu, de timbre más ligero, hizo también una buena Belinda y una mejor bruja, sabiendo cambiar de color entre ambos registros. Supo a poco la intervención de Víctor Cruz, una voz poderosa y cálida a la vez, de una proyección soberbia y capaz de regular y de transmitir afectos.

No quisiera dejar de mencionar la intervención de Alicia Gámez que, ataviada como la infeliz reina de Cartago, recitó en un perfecto latín clásico algunos de los bellísimos hexámetros de Virgilio.

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