De caballos y hombres

Westerman recorre la historia europea del siglo XX tomando como hilo conductor las vicisitudes de las yeguadas típicas del Imperio austrohúngaro.

Lipizanos de la Escuela de Equitación Española de Viena.
Lipizanos de la Escuela de Equitación Española de Viena.
Alfonso Crespo

09 de marzo 2014 - 05:00

El destino de los caballos blancos. Frank Westerman. Siruela, Madrid, 2013, 264 páginas. 23,95 euros.

Westerman, que posee un espíritu científico, no oculta -cita las obras de manera explícita en una coda bibliográfica y de agradecimientos- de dónde se ha inspirado y hacia dónde quiere llegar en este sugerente ensayo novelado que recorre la historia europea del siglo XX -desde el fin de la monarquía de los Habsburgo hasta la resaca de la descomposición de la ex Yugoslavia- tomando como hilo conductor las vicisitudes sufridas durante ese periodo por las yeguadas de lipizanos que dieron lustre al Imperio austrohúngaro desde finales del siglo XVI. En el apartado literario, entre obras de Hrabal, Malaparte o Babel, Westerman parece haber encontrado en Joseph Roth -en concreto en La marcha Radetzky- la inspiración para describir la descomposición de Kakania y sus consecuencias, y en el Claudio Magris de El Danubio la horma inesperada, una perspectiva inteligente que personifica el devenir de la naturaleza -allí el río, aquí los caballos- y lo convierte en testigo mudo, sufriente e inerme de los desastres de la humanidad. Y aunque el escritor y periodista no lo cite, nosotros añadiríamos a Sebald, a quien remiten muchas de sus estrategias de no-ficción, en especial la que lo convierte en un autor-narrador solitario, un poco arañado por la melancolía y preso de obsesiones que se resumen en la de reconstruir un discurso histórico a partir de fósiles, de restos, de testimonios marginales o que han caído de manera interesada en el olvido. Curiosamente, El destino de los caballos blancos comparte una escena casi calcada a otra central en Austerlitz: en esta obra de Sebald un hombre frente a una moviola repasa una cinta rodada en Therienstadt con la esperanza de que la manipulación de su temporalidad -la posibilidad de la parada y la ralentización, el paso de fotograma a fotograma- le pudiera revelar algún dato del destino de los suyos en el gueto; en la de Westerman, es él quien manipula en soledad la velocidad de otra vieja película nazi -Die Spanische Hofreitschule zu Wien, de Wilhelm Prager- persiguiendo las sombras de esos famosos caballos cuyas genealogías rastrea.

Pero el núcleo de El destino de los caballos blancos no es sólo literario, también es antropológico y científico. Y si la reflexión histórica demuestra que cualquier tirón de sus hilos en el presente puede revelar que el pasado está más cerca de lo que podría pensarse, esta otra, la antropológica y científica, ofrece luz a los más polémicos debates de nuestros días, proyectándolos hacia el futuro una vez localizados el origen y sus desarrollos durante el genocida siglo XX. Lo que se pretende, tal y como lo enuncia el propio Westerman, es saber más de la especie humana a través de las injerencias del hombre en la evolución equina, de los estrictos estándares de puridad racial que hicieron de la lipizana la raza más deseada por los poderosos y que tuvo en el mini-Anschluss de la Escuela Española de Equitación de Viena por parte de los jerarcas nazis uno de los símbolos más significativos: la selección del lipizano, su intachable herencia austrohúngara, no andaba muy lejos de la ascendencia aria de cinco generaciones que necesitaba cualquier alemán para entrar en las SS; tampoco del rápido y siniestro proceso selectivo -entre útiles y desechables- que se llevarían a cabo entre judíos, gitanos y prisioneros de guerra en los andenes de la estaciones o ya en los campos de concentración y exterminio.

Así, las principales digresiones que se fugan de esta cronología histórica para luego regresar a ella y aclarar sus contextos tienen que ver con la genética. Se repasa aquí el pensamiento de Darwin, la vida del fraile Mendel y la determinante influencia póstuma de sus experimentos con flores y guisantes, así como la querella, que aún nos sigue alumbrando, entre mendelianos y lamarckianos, es decir, entre los que contemplaban la modificación genética como producto exclusivo de cambios en la secuencia del ADN y los que abrían la ecuación a las influencias del medio ambiente. Son estos conflictos entre nature y nurture, genética y epigenética, los que Westerman analiza tras auscultar la diseminación y supervivencia de la raza lipizana entre guerras mundiales e intestinas y delirios raciales, como los de Hitler, Ceaucescu o Stalin, a cuyo biólogo de cabecera, el inefable camarada Lysenko, se le presta una especial atención. Como buen escritor entre el periodismo y la ciencia, Westerman no se pronuncia del todo sobre las zonas más pantanosas de estas confrontaciones, limitándose a divulgarlas. Su opinión parece quedar menos dicha que mostrada, y ésta se concentra en la imagen de algunos de los descendientes de aquellos nueve sementales andaluces que llegaron a Viena en 1580: son los lipizanos esqueléticos, enfermos y marcados por quemaduras, coces y mordiscos de hambre que sobrevivieron milagrosamente a los coletazos de la guerra civil y genocida entre serbios y croatas.

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