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Crítica 'Arrietty y el mundo de los diminutos'

Otros caminos hacia la trascendencia

Arrietty y el mundo de los diminutos. Animación, Japón, 2010, 94 min. Dirección: Hiromasa Yonebayashi. Guion: Hayao Miyazaki. Música: Cécile Corbel.

El azar ha querido que Arrietty, el nuevo filme de animación del estudio Ghibli, se estrene en España en el mismo fin de semana que El árbol de la vida, de Terrence Malick, circunstancia que nos invita a reflexionar sobre dos posibles caminos del cine para acercarse a la idea de la trascendencia.

Resulta, como poco, paradójico, que ahí donde Malick fracasa en su intento de crear una suerte de oración cósmica a partir de imágenes que devienen publicitarias en su tratamiento enfático y relamido, una película como Arrietty consigue objetivos mucho más sólidos, hermosos y consecuentes a partir de una técnica, la de la animación, cuya artificiosidad viene a ser el anverso de las cualidades ontológico-fotográficas que parece perseguir a toda costa el misticismo de la puesta en escena chez Malick.

Lanzado el órdago a los que quieran ver, oír y comparar, Arrietty viene a sumar un nuevo jalón a la impecable trayectoria de la factoría de Hayao Miyazaki, empeñada en mantenerse fiel a unos principios, unas técnicas y una estética animada tradicionales que sólo se sirven de la tecnología digital como herramienta para pulir y mejorar sus procesos creativos artesanales.

A partir del cuento infantil The Borrowers, escrito por la novelista inglesa Mary Norton en 1952 y llevado ya al cine en la cinta del mismo nombre de 1997, Arrietty sigue ahondando en una temática ecológico-humanista afín al universo de Miyazaki (pienso especialmente en Chihiro y Ponyo), que aquí sólo firma el guión para dejar que el joven Hiromasa Yonebayashi se encargue de las labores técnicas del proyecto.

Bajo el paradigma de la fábula de iniciación y descubrimiento, la película confronta el mundo de los humanos con el universo en miniatura de unos seres diminutos que conviven con ellos escondidos en el subsuelo. Atenta siempre a los pequeños detalles que dotan de realismo y profundidad física a los espacios -la casa, el jardín que la rodea, las habitaciones donde viven los diminutos-, más perfeccionista que nunca en lo que respecta al trazado, la expresividad, los movimientos de cámara, la paleta de colores o el tratamiento sonoro, Arrietty presenta a sus criaturas en un estado de gracia y armonía con el entorno natural que entona su canto trascendental sin necesidad de grandes gestos artísticos de cara a la galería. Más aun, en su tratamiento de la relación entre Sho, un joven humano enfermo del corazón, y la diminuta Arrietty, deseosa de salir al mundo exterior, asoman los apuntes elípticos de una deliciosa historia de amistad que el espectador adulto podrá descifrar y paladear como un romance de altos vuelos.

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