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Las cosas que decimos, las cosas que hacemos | Crítica

Esplendor del mejor cine francés

Una imagen de 'Las cosas que decimos, las cosas que hacemos'.

Una imagen de 'Las cosas que decimos, las cosas que hacemos'.

Con Cambio de dirección (2006) o Bésame, por favor (2007), y sobre todo con su exquisita adaptación de Diderot en Lady J (2018), Emmanuel Mouret ha ido progresando, no sin algún desfallecimiento entre las dos primeras y la tercera, como el heredero de los universos fílmicos de Truffaut y sobre todo de Rohmer, con un inevitable eco lejano de Renoir. Comparte con ellos el gusto -tan francés- por la observación entre poética y realista de lo cotidiano, por el relato de las pasiones amorosas resuelto con una enriquecedoramente ambigua mezcla de comedia y drama, de proximidad emocional y distanciamiento racional; y por el gusto por la palabra -e incluso el regusto en ella- alejado del verbalismo gratuito. Son valores y virtudes que han hecho la grandeza del cine francés, entroncando lo moderno con el legado de la cultura francesa y europea. No es casual que Truffaut adaptara De la educación de un hombre salvaje de Jean Itard en El niño salvaje, Rohmer La marquesa de O de Von Kleist y que Mouret una de las historias de Jacques el fatalista de Diderot para su Lady J; todas -¿casualidad?- obras del ilustrado siglo XVIII. Esta mezcla de profundidad y ligereza, trasgresión y amabilidad, rigor y placer, es una marca reconocible de una parte considerable de la cultura francesa. Piénsese en Debussy o Ravel. No es casual que en esta película suenen Debussy, Offenbach, Satie o Poulenc.

Con Las cosas que decimos, las cosas que hacemos Mouret se ha consagrado finalmente como uno de los grandes creadores franceses que no renuncian a un legado ni se dejan aplastar por él. No imita a los grandes creadores antes citados, crea en continuidad con ellos sin renunciar a su personalidad. En la desolación de la globalización -que nada tiene que ver con el cosmopolitismo, ni con el diálogo entre culturas- Mouret supone un oasis de arraigo no excluyente, de pertenencia no ensimismada, de continuidad no servil.

Su película trata con delicadeza sentimientos delicados fundiendo magistralmente la imagen, la música y la palabra. Durante la breve ausencia de su pareja una joven embarazada intima con un visitante casual. Refinada, elegante, inteligentemente pausada, la película juega con las tantas veces difusas fronteras entre la amistad, el amor y el deseo. Las conversaciones conducen a las confidencias, las confidencias a la intimidad, la intimidad al deseo o al amor. Y unas historias conducen a otras hasta convertir el dúo en coro. El drama está al acecho pero no acaba de romper, la comedia quiere aparecer pero no acaba de desplegarse.

Íntima y coral a la vez, honda y ligera, dramática y amable, servida por unas interpretaciones perfectas para las que se han escrito unos extraordinarios diálogos, soberbiamente construida por un montaje que juega emocionalmente con el tiempo en flash backs y elipsis, a partir de dos personajes y una situación Mouret va desplegando una amplia de galería de personajes que representan un catálogo de relaciones amorosas y de cuanto las hace posibles e imposibles. No debe ser casual que este director adaptara uno de los relatos del mosaico de historias de amor y desamor de Jacques el fatalista de Diderot, para quien tan importante era el conflicto entre razón y sensibilidad. 

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