"Si el cuadro me sale rápido, desconfío, porque pintar es sufrir"
juan romero. pintor
A sus 81 años, este artista sevillano afincado en Madrid continúa maravillando con una obra gozosa y sensual que puede admirarse hasta el 8 de enero en la galería Birimbao
Juan Romero comenzó copiando tebeos para compartirlos con sus compañeros de pupitre. Cuando concluía sus estudios superiores en la Academia Santa Isabel de Hungría, quedó atrapado por la pintura de Van Gogh y Toulouse Lautrec, lo que le decidió a dar el salto desde Sevilla a París. A sus 81 años, con una vida repartida entre su ciudad natal, la capital francesa y Madrid, donde tiene su estudio en la plaza Dos de Mayo, siguen sorprendiendo la coherencia y el carácter festivo de su obra, donde la felicidad revolotea entre las alas de una mariposa o en el plumaje dorado de un ave imaginaria, como prueban los trabajos que exhibe en la galería Birimbao.
-La vida mancha pero a su obra nunca la alcanza la tristeza. ¿Cómo lo logra?
-Pintar es mi terapia. También puede serlo para quien pinte cosas más agresivas, pero a mí me gusta hacer estas obras lúdicas que algunos consideran pintura naif. Mi mayor problema es el diálogo con lo que tengo encima del caballete porque para mí vivir es pintar. Trabajo todos los días del año. Y disfruto cuando las formas de la naturaleza, como la concha de un caracol, me abren posibilidades cromáticas infinitas e incluso decorativas. La pintura decorativa, para mí, no tiene nada de peyorativo. Klimt, Schiele o Kokoschka tomaron a veces un giro decorativo y su obra, que descubrí en una exposición en París a mediados de los años 60, fue una revelación. Al estudiar a Paul Klee, con el que me identifiqué siempre mucho, sentí que me estaba enseñando el camino, una vía que nunca hubiera encontrado por mí mismo.
-¿En qué medida le influyeron los artistas franceses durante los catorce años que vivió en París? ¿A qué referentes estéticos se mantiene fiel?
-Nunca he negado una influencia. Si me gustaba un pintor me metía en su mundo; luego, si no era capaz de salir de ahí, peor para mí. He pasado por varias etapas estéticas. Quizá la pintura que hago ahora es la más agradable y colorista y, para simplificar, algunos críticos la han etiquetado como naif pero un pintor que ha estudiado siete años de Bellas Artes no puede ser naif. Hay algo inocente e infantil pero la resolución no es directa como ocurre en esa pintura. Si el cuadro me sale rápido, desconfío. Esa lección la aprendí de mi maestro Miguel Pérez Aguilera, que me dijo en sus clases que para pintar hay que sufrir y que yo, como tenía gran facilidad para pintar, no debía fiarme si la obra me salía demasiado a la primera. Durante tres o cuatro años tuve mi época de los monstruos en la que, aparte del tema, el colorido estaba basado en grises y pizarras. No descarto la influencia de las pinturas negras de Goya pero sobre todo mi inspiración era el movimiento francés del art brut de Jean Dubuffet. De ese grupo también me interesaba mucho Gaston Chaissac, un artista autodidacta que había sido zapatero remendón, su obra me apasionaba. Pero más allá del art brut reconozco mi deuda con Brueghel y con pintores flamencos como El Bosco, muchas de cuyas obras maestras tenemos la suerte de disfrutar en el Museo del Prado.
-¿Cómo llegó a París?
-Mi familia era muy pobre y yo no podía estudiar si no era con becas. Al final de la carrera, gané una para participar en los cursos internacionales que se impartían en El Paular (Segovia), donde contacté con muchos pintores suizos, alemanes y también franceses, entre ellos Claudine, que con el tiempo sería mi mujer. Esos amigos franceses me ayudaron a alojarme los tres primeros meses cuando decidí dar el salto a París en los años 50. La capital francesa era entonces una Universidad; pasear por las calles era aprender y recibir múltiples estímulos. Veía exposiciones cada día y aprendí a leer en francés a través de un semanario cultural que compraba cada miércoles. A los tres meses me mudé a una buhardilla cerca del parque Monceau que era en realidad media buhardilla, pues le habían puesto un tabique. Era tan pequeña que tenía que sacar por la noche los cuadros al pasillo porque no cabían en la habitación para que yo me acostara.
-¿De qué modo se ganaba la vida y se introdujo en la escena artística?
-En ese semanario que compraba se publicó un día un anuncio en el que buscaban un artista joven y con talento. Les escribí y al mes me contestaron pidiéndome que fuera a verles a su sede junto a la iglesia de la Madeleine. Eran unos jóvenes de mi edad que querían dedicarse profesionalmente al arte y habían constituido una sociedad. Me hicieron un contrato por el que me pagaron durante años una mensualidad y el acuerdo sólo se cerró cuando regresé a España junto a mi esposa, pese a que la sociedad se había disuelto años atrás, porque el socio que más entendía de arte quiso respetar nuestro pacto. Con mis obras no tenían pretensiones comerciales, las adquirían para sus propias colecciones porque las apreciaban mucho. Hoy tienen más de 80 años, como yo, y seguimos en contacto. Eran Roland Hesse y Françoise Duret-Robert, verdaderos mecenas contemporáneos. Casi al final de mi estancia en Francia comenzaron a llegarme los premios, como el de la Bienal de París de 1967 y el Premio de la Crítica, lo que me permitió tener mayor relación con la vida profesional y que las galerías se interesaran por representar mi obra. Mi primera individual en París fue en la galería Lefranc, propiedad de la fábrica de pinturas, en 1963. Esas muestras y los premios que obtuve comenzaron a tener mucha repercusión en España a través de mis amigos periodistas como Feliciano Fidalgo o Josefina Carabias, lo que me hizo pensar que debía comenzar a mover mi obra en mi propio país. Y en 1968 la galería sevillana La Pasarela me dio la oportunidad. Viví durante un tiempo con un pie en Francia y otro en España, donde también me organizaron exposiciones Juana de Aizpuru en Sevilla y la galería Kreisler en Madrid y en Nueva York, entre muchas otras.
-Aunque su obra abarca todas las técnicas, siempre ha sido fiel a la pintura, incluso en esos años en los que estuvo en entredicho. ¿Se sintió solo en sus posiciones estéticas en algún momento o pudo más el aprecio que el público ha tenido siempre por sus trabajos?
-Tengo clientes ahora que son los hijos de los que me compraban hace veinte años. Entonces eran unos adolescentes que crecieron en casas donde colgaba mi pintura y muchos años después han venido a buscarme. Yo siempre he seguido mi ritmo y mi propia estética, sin cambiar el rumbo ni querer ir más deprisa. Es cierto que he vendido mucho pero también lo es que siempre tuve muy claro que quería vivir de esto y por eso mis precios han estado al alcance de la gente.
-¿Le inquieta que su obra no esté expuesta en los museos que están escribiendo la historia del arte contemporáneo de este país, como el Reina Sofía?
-A todos nos gusta que nuestra obra entre en esas colecciones, claro, pero no me quita el sueño. El Museo de Arte Moderno de la Villa de París, en Trocadero, tiene obra mía pero no la expone en las salas. Lo mismo ocurre con el Reina Sofía, que posee una de mis columnas y un cuadro grande, dos piezas que entraron en sus fondos en la época de Luis González Robles. Donde sí se expone es en el Museo de Cuenca, porque Fernando Zóbel me compró varias obras. Ya llegará un día en el que el Reina Sofía exhiba la obra de todos nosotros, porque está en sus almacenes.
-¿Cuál es su deuda con la tradición andaluza y de qué colegas se siente más próximo?
-Cuando estudiaba en Sevilla me gustaba mucho la pintura de Baldomero Romero Ressendi, que quizá ahora no es tan apreciado, y de profesores míos como José María Labrador. Nunca he perdido el contacto con lo que se hace en Andalucía y pienso que la evolución de los artistas ha sido muy buena. Por mi parte, además del cariño personal, siempre he estado muy cerca de pintores como Joaquín Sáenz, Santiago del Campo o Carmen Laffón. En cuanto a la formación del gusto, creo que en mi interés por la pintura decorativa tiene mucho que ver el contacto que tuve con ella desde niño gracias a la cerámica de Triana. Un mantón de Manila es también una gozada, y el traje de luces de los toreros o la orfebrería de la Semana Santa... De todas esas emociones estéticas he aprendido mucho, como intenté reflejar en mi cartel para la temporada taurina de la Maestranza, pero tal vez vivir fuera de España me ayudó a apreciarlo más.
-¿Cómo es su rutina de trabajo?
-Mi estudio está justo enfrente de mi casa, en el corazón de Malasaña, y es como un laberinto, lleno de obras, libros y recuerdos. Comienzo a trabajar a las diez de la mañana pero no tengo una regla para componer. No dibujo el cuadro primero con carboncillo ni pongo las manchas de los colores, que es lo que nos enseñaban en la escuela. Me gusta preparar los lienzos y desde que estoy clavando la tela en el bastidor estoy pintando mentalmente, tomando contacto con la obra. Como suelo trabajar con acrílico, que se seca pronto a diferencia del óleo, a veces cojo un color que me apasiona y para que no se desperdicie lo aplico en otro lienzo en blanco que tengo cerca. Esa mancha de color puede ser el inicio de una obra. Otras veces lo es un motivo que me ha gustado en televisión: lo anoto en un papelito y al día siguiente le doy forma en mi estudio. También me gusta trabajar por encargo y someterme a esa disciplina. El primer cartel que hice fue para la cabalgata de los Reyes Magos del Ateneo de Sevilla, donde trabajé con dos colores, amarillo y negro.
-Al color amarillo le ha sido más fiel que al negro en los últimos años. ¿Tiene que ver esa elección con su afán por buscar la armonía?
-La vida no se para jamás y en absoluto es una línea recta. Está llena de azares y también de cosas muy buenas e inesperadas, pero tienes que aprender a aceptarlas. Hay quienes son muy cabezones y se empeñan en luchar; pero los que no son muy luchadores tienen que aceptar. Para mí vivir es pintar y lo que se impone en ese hecho es el color. Prefiero pintar una flor a una serpiente porque el motivo también cuenta pero el color está por delante de todo. Durante unos años hice varias series sobre el Arca de Noé porque el tema, y el mezclar animales mitológicos con reales, me divertía muchísimo. Inconscientemente, el motivo del cuadro te influye a la hora de ponerle el color. El color es mi vocabulario que, a diferencia de los abstractos, empleo para hacer relatos y trabajos descriptivos.
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