Beethoven sólo para valientes

Francisco Montero | Crítica

Francisco Montero en el Espacio Turina
Francisco Montero en el Espacio Turina / Luis Ollero

La ficha

FRANCISCO MONTERO

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Piano en Turina. Francisco Montero, piano

Programa: El último Beethoven

Ludwig van Beethoven (1770-1827)

Sonata para piano nº30 en mi mayor Op.109 [1821]

Sonata para piano nº31 en la bemol mayor Op.110 [1821]

Sonata para piano nº32 en do menor Op.111 [1822]

Lugar: Espacio Turina. Fecha: Viernes 7 de febrero. Aforo: Dos tercios de entrada.

Tercer monográfico de Francisco Montero en el Espacio Turina en las tres últimas temporadas, y nuevo acierto. Primero fue Schubert, luego Liszt y, como subiendo por una escala imaginaria, este año la cima del repertorio: las tres últimas sonatas de Beethoven, sólo aptas para virtuosos de las manos, del cerebro y del espíritu.

De manos, el pianista sevillano va sobrado. Su técnica es impecable: la igualdad del sonido a derecha e izquierda es perfecta; el peso de cada dedo, el correcto; la claridad, superlativa; y no hay pasaje de agilidad o acordes espinosos que interrumpan el discurrir musical. Ahí es donde entra el cerebro. Montero entendió las últimas sonatas de Beethoven desde sus principios constructivos, pero, teniendo en cuenta que son obras extraordinariamente diversas, que acogen materiales y recursos de todo tipo, supo equilibrar esas grandes líneas con una exquisita atención al detalle: así los cambios de carácter en las variaciones de la Op.109, en las que incluso pudo aportar notas de color (lo que repetiría de forma maravillosa en algunos pasajes de la Arietta final), la alternancia entre la fuga y el tema doliente de la Op.110 o las síncopas bullentes del tiempo central de la misma obra, al que acaso pudo pedírsele un poco más de relieve dinámico. También estuvo el cerebro detrás de la concepción original del primer movimiento de la Op.111, que arrancó potentísimo, pero se alimentó de pequeñas retenciones, de silencios y estiramientos que nunca resultaron baldíos o artificiosos. El espíritu voló especialmente en la Arietta final, con tensiones bien administradas (lo reconozco: me costó entrar) culminadas en una coda depuradísima que quedó colgando, incorpórea e inefable, de su acorde arpegiado final.

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