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Crítica de Cine

Una historia de música, pasión y dolor

Una imagen, en el bellísimo blanco y negro de Lukasz Zal, de 'Cold War'.

Una imagen, en el bellísimo blanco y negro de Lukasz Zal, de 'Cold War'.

El único futuro creativo del cine europeo es su pasado. Un depósito fabuloso que a su vez lo vincula con más de 2.500 años de historia. Europa -como tanto ha insistido el gran Steiner- es el legado de Atenas y Jerusalén diversificado en la más plural y rica suma de culturas distintas a la vez que unidas por ese origen común. También su cine. Los grandes procesos de la modernidad en las eras de la revolución (1789-1848) y el imperio (1875-1914) no arrasaron -como ahora está pasando- esta rica diversidad cultural y así fueron desarrollándose las cinematografías nacionales que nos permiten hablar del cine español, inglés, alemán, sueco o italiano como realidades abiertas tanto a las grandes corrientes de creación internacional que han renovado el cine como al pasado que ha ido conformando las culturas que dan riqueza a Europa.

Nadie puede dudar que Buñuel es español -es más: aragonés como Goya-, que Renoir, Carné, Melville, Bresson, Godard, Truffaut, Tavernier o Cantet son franceses o que Rossellini, De Sica, Visconti, Antonioni, Fellini, Pasolini o Sorrentino son italianos. Pero el cine europeo -que es arraigo cultural más que nacionalidad de la producción- corre dos peligros: perder del todo el apoyo del público que hizo posible que los grandes movimientos de renovación de entre los años 20 y 70 vivieran de la taquilla; y que la riqueza de la suma de singularidades de las cinematografías nacionales se diluya en la papilla global o en lo que alguien llamó el europudding.

No me voy por los cerros de Úbeda ni por los polacos montes de Tatras. Viene todo a cuento. Cold War es puro cine europeo porque es puro cine del Este y polaco. ¿Pueden diferenciarse las cinematografías del Este y la polaca dentro del mosaico europeo? Sí. En esta película por muchas razones admirable hay ecos -que no es lo mismo que servidumbres nostálgicas: esto no es The Artist o La La Land- de los nuevos cines del Este de los años 50 y 60. Desde el ruso Kalatozov de Cuando pasen las cigüeñasa los polacos Munk, que filmó en 1956 al Komeda Sextet interpretando a Bach en clave de jazz (blanco y negro, pianista con cigarrillo en la boca, humo y jazz: parece difícil que Pawlikowski no conozca este documental del padre del nuevo cine polaco), el Kawalerowicz de El verdadero fin de la guerra, el Wajda de Cenizas y diamantes o el Kieslowski de La cicatriz.

Polonia durante la dictadura comunista, en los años de la Guerra Fría. Una realidad en blanco y negro por razones subjetivas -opresión, asfixia, cerramiento claustrofóbico, burocracia y control kafkianos, un país devastado repartiéndoselo por turnos durante la Segunda Guerra Mundial por nazis y comunistas- y objetivas- -así se vio a través de la fotografía y el cine- además de estéticas -ya en su anterior y multpremiada Ida Paewlikowski escogió un purísimo blanco y negro-. Entre 1949 y los años 60, una nueva generación -precisamente la que revivirá el cine polaco en los 50- se abre camino por entre los escombros de la guerra y la cochambre de la dictadura. La historia de un amor con un futuro difícil o incluso imposible. Pero impulsado por la audacia de la juventud y la ceguera -o quizás fatalidad- de la pasión.

Él es un músico obligado tanto por el nuevo nacionalismo comunista como por la doctrina del realismo socialista -ambas impuestas por Stalin- a trabajar sobre obras del folklore para crear una especie de Coros y Danzas. Ella es una de las chicas del coro. A partir de ahí exilios, despedidas, reencuentros, traiciones, perdón... Una historia en tres ciudades y dos mundos -el Este del folklore de Estado, el Oeste de los desarrollos del jazz y el rock- que los separa y los lanza uno contra otra en una espiral de pasiones que conduce a una apoteosis final de desolación y tristeza no negativa. Porque otro polaco, Zulawski, tituló una película con lo que podría ser el resumen de esta gran, romántica, lírica y emotiva obra: Lo importante es amar. El final más triste de todos hubiera otro: que no hubieran sufrido por no haber amado.

Como toda gran obra, Cold War no se puede descomponer en sus elementos -es una unidad perfecta- aunque es necesario destacar la muy buena interpretación de Tomasz Kot y la arrolladora de Joana Kulig. Y la fotografía en blanco y negro puro, de verdad, de Lukasz Zal, el maestro de la luz consagrado por Ida, Después de esto y Loving Vincent. No se la pierdan. ¿Es solo para cinéfilos? Creo que no.

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