La inteligencia digresiva

El narrador y ensayista Rafael Sánchez Ferlosio recibe el Nacional de las Letras

El escritor Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927).
El escritor Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927).
Ignacio F. Garmendia · Manuel Gregorio González / Sevilla

25 de noviembre 2009 - 05:00

La mirada de Ferlosio, su inteligencia febril, nocturna, hecha de insomnios, principió en El Jarama una extraña aventura cuyo último objeto es el idioma. De su calidad de insomne queda su rechazo del éxito, la insistente sospecha de que el laurel, quien quiera que lo otorgue, supone ya el marchamo de una domesticación, de un callado doblegarse, de una lenta derrota. De su pasión idiomática, tan francesa por otra parte, queda el foucaultiano recelo del poder y su música infausta. Ahora, finales de noviembre, le conceden el Nacional de las Letras (ya había ganado el de Ensayo), y uno no sabe si el escritor Ferlosio, el anciano insobornable que ha hecho de la pose atrabiliaria una actitud moral, recibe este premio con decepción, con secreta ironía, o con el disimulado espanto de sentirse aceptado.

Cualquier lector de Ferlosio conoce su vieja afición al dibujo; afición heredada de su padre, y cuyo origen se halle probablemente en la limpieza, en la claridad de líneas que no permite la palabra y su naturaleza esquiva. Sobre Rafael Sánchez Mazas ha caído un olvido generacional e injusto, fruto de los sucesivos odios que adornan España. Ferlosio, sin embargo, ha disfrutado, no sólo de un extraño éxito, derivado de la incomprensión, sino que abanderó una generación de españoles, mediado el siglo, en la que alentaron Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite o Agustín García Calvo. Con este último, con el discurso libérrimo y alocado del pensador anarcoide, coincide en su inveterada pesadumbre ante el Poder y sus nombres, ante las insospechadas vías por las que la sombra administrativa lamina y ocluye, hasta el vértigo, la menguada individualidad del hombre en el XX.

Si Aldecoa da en acto, en multitud de relatos, la delicada trabazón del hombre con sus esperanzas, en Ferlosio está la dilatada extensión del infortunio, una sutil urdimbre de palabras y actos, en la que el ciudadano, inevitablemente, naufraga. Con otras palabras, su hermano Chicho arremetía, desde la nostalgia de Durruti, "contra el viento del poder" y su abominable carga. En el caso de Rafael Sánchez Ferlosio, el desplazamiento de la invención al ensayo, de la novela a la divagación, quizá responda a un mismo principio. No podemos olvidar que Ferlosio triunfó, tal vez inmoderadamente, en sus novelas. Y sin embargo, esta prevención permanente contra los usos estereotipados del idioma, frente a la horrible docilidad de la sintaxis, es la que conduce su obra posterior a un abismo de cordura y a una alocada persecución de la palabra y su sombra. No hay, en la literatura española del siglo XX, tampoco en la del XXI, ningún autor que haya perseguido, hasta la fiebre, el rastro infamante, la sombra maléfica del discurso oficial, de la infinita trama de los intereses pujantes. Larra, siempre alerta, nos advertía hace demasiado tiempo de que el verdadero germen social, su última ratio, es el egoísmo. Del escondido flujo de órdenes y conveniencias pontifica Ferlosio. De la orfandad humana. Del tenebroso espejo donde el hombre, por una costumbre atávica, siempre ha buscado un amo.

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