El irredentismo paquistaní en los albores del siglo XXI
Cuarenta después de los sucesos de mayo de 1968, Tariq Ali no ha perdido su espíritu combativo, ni la esperanza de relanzar el legado de aquella generación en una juventud paquistaní (más de dos tercios del país) desorientada y confundida por los convulsos acontecimientos que vive Pakistán desde febrero de 2008.
Todo este ensayo, personalísimo como sus obras anteriores, está recorrido por la nostalgia generacional de la gran oportunidad perdida de construir una sociedad más igualitaria y más justa que pudo ser y no fue en los años setenta. En su opinión el presidente Bhutto (el más preparado de los líderes paqistaníes desde la fundación del estado) no supo aprovechar el enorme capital de confianza que el pueblo depositó en él para transformar un país atrasado y feudal. Entre sus errores imperdonables, las nacionalizaciones indiscriminadas (lo dice un activista de izquierdas) y la debilidad frente al ejército. Severo juicio -nos parece- para quien consiguió el respeto internacional en circunstancias muy espinosas y evitó un baño de sangre salvando in extremis el histórico acuerdo con Gandhi en Simla.
Pero la raíz de los problemas de Pakistán venía de atrás. Tariq Ali recupera los argumentos que había expuesto en su anterior ¿Puede sobrevivir Pakistán? en que cargaba de responsabilidad a los ingleses y sus colaboradores, las familias terratenientes que heredaron el país. Profundiza, ahora, en el entramado social de esta élite tan exclusiva e indaga en su progresiva infiltración en los cuadros directivos de la Liga Musulmana que gobernó aquellos años el nuevo Estado. El análisis denuncia el extremo clasismo de la Liga ante el problema de los refugiados musulmanes de la India, la política absolutista aplicada sobre las particularidades de las regiones montañosas (pastunes y beluchíes) y el trato discriminatorio que se ejerció sobre la población bengalí del Pakistán Occidental (actual Bangladesh) que apenas difería del antiguo colonialismo inglés.
Si la independencia de Pakistán se ha descrito como el premio que el Imperio británico concedió a sus vasallos musulmanes de la India por la lealtad demostrada durante la Segunda Guerra Mundial, pronto se evidenció que se trataba de un regalo envenenado. Los políticos encargados de dirigir el país carecían de la formación necesaria para vertebrar un proyecto coherente y una incapacidad manifiesta para controlar las fuerzas armadas herederas del Imperio. En estas circunstancias se instaló un régimen corrupto, amparado por un empresariado medrador bajo la estrecha vigilancia del ejército. Al menor asomo de revolución los militares tomaban el poder (hasta cuatro dictaduras en veinte años) con la anuencia del gobierno norteamericano y, todo hay que decirlo, sin demasiado rechazo de la clase política nacional.
Dentro de este modelo oligárquico que se ha perpetuado, más allá de dictaduras o dictablandas, la religión ocupó un lugar esencial como factor de aglutinación social interétnica (ante el fracaso de la articulación de un Estado federal eficaz) pero también como elemento de distensión en momentos de crisis del Estado, claro que pagando por ello un alto precio. El autor es convincente al adjudicar a la dictadura del general Zia, la peor que ha padecido el país en su historia, la responsabilidad en la actitud entreguista de los políticos respecto a las sectas musulmanas integristas cuyos peores frutos recoge hoy el infausto gobierno del general Musharraf. Aunque estimamos que exagera al atribuir al ISI (los servicios de inteligencia, auspiciados por Washington) la maquinación de un plan secreto de islamización del Estado.
La interpretación victimista prima en exceso en este, por lo demás, notable libro. Este tipo de explicaciones tiene la ventaja de atribuir al enemigo exterior y poderoso (los Estados Unidos) el origen de todos los males que ha sufrido el país y tiene el riesgo de olvidar la parte de responsabilidad de los agentes sociales y políticos locales que han asumido y tienden a perpetuar el modelo. Para Tariq Ali la única redención posible de este país irredento parece estar en los poetas, a los que dedica bellas páginas en el ensayo. No estamos seguros, sin embargo, que sea esta la mejor forma de despertar la esperanza en la juventud que el mismo tanto proclama.
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