Mauricio Wiesenthal | Escritor

"El mundo contemporáneo se ha convertido en un espectáculo primitivo"

  • El autor ha visitado la Feria del Libro de Sevilla para presentar 'El derecho a disentir', una serie de ensayos y piezas viajeras y autobiográficas escritas durante el último medio siglo

Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943), durante su visita a Sevilla para participar en la Feria del Libro.

Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943), durante su visita a Sevilla para participar en la Feria del Libro. / José Ángel García

"El desdén que siento por mi tiempo –escribe Mauricio Wiesenthal al final de su último libro– podría ser ya casi una obra de arte". Conspicuo coleccionista de ecos de la vieja Europa, antimoderno impenitente, devoto prácticamente extático de Zweig, Rilke y Tolstoi, entre tantos otros maestros del mundo de ayer, descendiente de judíos alemanes, nacido en Barcelona, criado en Cádiz, formado en Sevilla, más tarde en Suiza y luego por el ancho mundo, autor de libros espléndidos como Libro de réquiems y El esnobismo de las golondrinas, Wiesenthal nunca se tuvo precisamente por un rebelde. "No, jamás me sentí un disidente. No me sentí parte de mi propia generación, tan rebelde sin causa ella. Sin embargo, releyendo algunos textos míos me di cuenta de que había existido siempre una distancia mía con respecto a mi tiempo", dice el autor, que en El derecho a disentir, su último libro, publicado por Acantilado, reúne una serie de breves ensayos, piezas viajeras, reflexivas y autobiográficas escritas con el convencimiento de que "la parte más libre y auténtica de nuestra existencia es siempre inoportuna para nuestro tiempo".

Esos textos de los que habla Wiesenthal, escritos entre 1970 y el año pasado, son "reliquias de vida", como las llama este "anticuario y fetichista de la memoria" que habla casi en trance de las visitas que hace cada verano a Sils Maria, "el corazón de las aguas de Europa, un lugar de lagos, mágico, para mí religioso"; rememora sus paradas predilectas del Orient Express –tren legendario a cuya historia dedicó su anterior obra– como si declamara, todo él puro temblor y brillo en los ojos, versos de Byron o Goethe; y se emociona aún, con una mezcla de vanidad y emoción juvenil, al recordar sus primeros contactos, siendo él aún un muchachito estudioso con hambre de aventuras literarias, con Paul Morand, Coco Chanel o Eugène Ionesco.

"Desde muy joven –cuenta Wiesenthal, al que entrevistamos en su hotel antes de que presente El derecho a disentir en la Feria del Libro de Sevilla– yo tenía la costumbre, cuando viajaba, de coleccionar papeles con membretes de hotel; algunos eran bellísimos, con pequeños grabados o litografías. En esos papeles yo me escribía cartas a mí mismo, a menudo con las primeras impresiones del lugar al que llegaba, y me las enviaba a casa, donde a veces las completaba". Podría decirse, en fin, que El derecho a disentir lleva escribiéndolo Wiesenthal 50 años.

–¿El derecho a disentir vive hoy un buen momento o es usted de los que piensan que vivimos una regresión en la esfera pública?

–Me da la impresión, y verdaderamente lo lamento, de que se está dando lo que Eugenio D'Ors habría llamado una regresión histórica a una subhistoria, es decir, a unos niveles de historia en los que vuelven a aparecer sentimientos tribales, de pequeños corrales, pulsiones primitivas; y con todo ello la capa de cultura y civilización, con todas sus contradicciones y con toda la crítica que se le puede hacer, se va descascarillando. Noto en el mundo una especie de espectáculo primitivo. El mismo D'Ors hablaba de la Historia como un acueducto por donde va pasando el río continuo, y ese acueducto está sostenido por unos pilares, o los eones, que dirían D'Ors y los alejandrinos. Me da mucho miedo que, si se caen los pilares, el río se desborde. Europa era, también, una manera de ver el mundo, aunque la hayamos traicionado dos mil veces. Ahora sólo veo una Europa tribal, cerrada, basada en principios inconmovibles, un mundo de nacionalidades, provincias, familias, tatuajes tribales...

El autor, momentos antes de la entrevista. El autor, momentos antes de la entrevista.

El autor, momentos antes de la entrevista. / José Ángel García

–¿Y ese repliegue de dónde viene, a qué cree que se debe?

–Ahora todo es un poco volcánico, ¿no?, por usar una palabra muy en boga. A mi modo de ver, eso pasa por senilidad, y lo dice una persona mayor. Hay como un cansancio de la civilización, un cansancio de tener que jugar la partida, que es compleja, claro, porque no puede ser de otro modo. El mundo se ha puesto una máscara de entretenimiento, de facilidad, de comodidad de vivir, y todo eso es falso, por eso vienen a veces las pandemias y los volcanes a recordarnos que en la vida existe el azar y que la seguridad absoluta es imposible, pero eso no se quiere aceptar. Pienso que las sociedades contemporáneas vienen desde hace tiempo interpretando una especie de tragedia, pero sin horizonte alguno.

–En un pasaje del libro, habla usted de una cierta "influencia maléfica sobre los pueblos más privilegiados, que se consideran por encima de su pasado". ¿Derribar estatuas de Cristóbal Colón, por poner un ejemplo, es un problema de adanismo o hay alguna otra explicación?

–Mire, yo como europeo estoy muy agradecido de que griegos y romanos y fenicios nos aportaran el alfabeto, la aritmética, los mitos, los conceptos de nuestra cultura. Lo que yo pienso de todo esto es que si poco a poco nos van borrando el camino que teníamos trazado hasta ahora, equivocado o no, pero era el camino que habíamos hecho, entonces nos vamos quedando sometidos a vivir permanentemente una fiesta nocturna sin luz afuera. No se puede simplificar el mundo. Eliminar o tachar los símbolos del pasado por considerarlos inválidos, mire, eso implica ver el mundo en blanco y negro, pero nosotros en color, por supuesto, ¡y además tan listos, no como en el pasado, donde todos eran estúpidos y malvados! Ocurre una cosa peligrosa con las culturas en blanco y negro: siempre acaban emergiendo las figuras de luz, ¡oh, los iluminados! Esa clase de gente que a mí me parece, sea del signo que sea, completamente aterradora.

–Nos hemos puesto pelín funestos y la cuestión es que este adjetivo no casaría bien con sus libros, que teniendo tanto de nostalgia y de elegía, al mismo tiempo están llenos de humor, vitalidad y entusiasmo. ¿Cómo consigue usted no ceder al derrotismo viviendo en un mundo que le resulta casi totalmente ajeno?

–Yo no soy dogmático, no lo he sido nunca, ni de pequeño: tengo conceptos humanistas y un profundo sentimiento religioso, pero me he sentido ajeno siempre a toda manifestación dogmática, a todas las ideas que emplean la palabra verdad. Le tengo mucho miedo a la palabra verdad. Porque la verdad tiene siempre una alternativa, que es la mentira, y el que se va a la verdad puede irse igual de fácilmente a la mentira, porque los absolutos están comunicados. Mire, yo tengo la idea de que estamos haciendo un camino, y todos mis maestros de ese mundo de ayer me acompañan, me alumbran incluso cuando discuto con ellos. Soy ya muy mayor, pero sigo siendo un hombre de horizontes. Tampoco he tenido nunca la idea de ganar. La verdad, el ganar, eso no forma parte de mi vocabulario. A mí me gusta otra clase de léxico: el relacionado con jugar, por ejemplo. Y quiero acabar jugando mi partida. Esto es lo que me da el optimismo, supongo.

Mauricio Wiesenthal, durante su visita a Sevilla. Mauricio Wiesenthal, durante su visita a Sevilla.

Mauricio Wiesenthal, durante su visita a Sevilla. / José Ángel García

–Usted que es tan viajero ¿cómo contempla el fenómeno del turismo en nuestros días?

–Para unirlo a lo que estábamos hablando, el problema es que hoy se viaja para estar en un sitio, para llegar, pero no para viajar, para gozar del camino. Todas las cosas en la vida comienzan en el camino para llegar a ellas, todas, hasta el amor. Y muchas veces, sin duda alguna, lo más bonito es el camino. El fracaso del viaje es la meta. Invaden tu ciudad, invaden tu hábitat y te traen basura, porque eso es lo que depositan: toneladas de basura. Y no se llevan nada: ni han aprendido tu idioma, ni algo sobre tu forma de vivir. No tienen tiempo: hay demasiada prisa por hacerse las fotos e irse. No entienden nada. Yo tuve la fortuna de vivir una época en la que se podía viajar con lentitud. Me gustaba recorrer los caminos de los ríos como escuela iniciática de la vida, siguiendo el método de Goethe. De joven recorrí a pie o en bicicleta muchos de los ríos de Europa y en uno de esos largos aprendizajes, cuando iba por el Danubio, me encontré un circo de rumanos, me enamoré de una muchacha que iba con ellos y pasé una temporada con esa formidable troupe. Mire, la gente cree que yo he podido viajar tanto y conocer a tanta gente por partir de una posición de influencia social, pero le aseguro que nadie puede hacerse una idea cabal de cuánto aprendí yo con ese circo. Aprendí, de hecho, esa idea que yo defiendo de la vida como juego.

–También se ganó unos dineros como actor de fotonovelas o cantante en cafés, supongo que a muchos de sus lectores esto puede sorprenderles...

–Yo comencé mi vida de manera muy clásica, en el cauce académico, haciendo mis oposiciones para una cátedra de Historia de la Cultura, pero con la falta de aire de la España de Franco no me sentía a gusto. Y decidí que lo que quería ser era escritor, no ser un profesor de teoría sino un hombre que había vivido y contaba su vida, y para ello debía hacer mi propia vida. Traducía con las lenguas que iba aprendiendo, iba siempre con mi máquina fotográfica y hacía retratos, en París di clases de esgrima para alumnos de escuelas militares y cantaba en un café donde me daban la merienda y unas monedas, tengo más de cien libros escritos con pseudónimo... En fin. La vida me fue llevando, yo aprendí a no decir no y ella me dio dio infinitas novelas.

–¿Usted se siente un escritor fin de raza?

–No quisiera. Porque decir tal cosa tendría un sentido apocalíptico. Yo me considero un escritor fiel a una larga tradición que pienso que aún tiene cosas que decir sobre todos nosotros. Yo lo resumiría así. Y añadiría, también, que nunca busqué un atajo.

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