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Mircea Cartarescu | Escritor
Con la atención puesta todo el tiempo en Ucrania, el poeta y narrador Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956) ha completado esta semana un provechosa visita a Andalucía: el pasado miércoles inauguró en Málaga la primera edición del Festival Escribidores mediante un inolvidable diálogo con Mario Vargas Llosa y el jueves celebró dos encuentros con sus lectores en Sevilla, en el Paraninfo de la Universidad y en la librería Verbo respectivamente. La proyección del autor rumano en España crece con la admiración correspondiente entre cada vez más lectores gracias, en gran medida, al trabajo de la Editorial Impedimenta: en 2021, el lanzamiento de su Poesía esencial, que recoge una amplia selección de poemas escritos desde finales de los años 70 por primera vez en español, se convirtió en uno de los acontecimientos literarios del año; y el próximo otoño verá la luz El ala derecha, tercera parte de la trilogía Cegador, novela fundamental en la trayectoria de Cartarescu y cuyas dos entregas previas fueron también publicadas en España por Impedimenta, al igual que otros títulos indispensables del escritor como Solenoide, Nostalgia, El Levante, Las bellas extranjeras y El ojo castaño de nuestro amor, entre otros. Reconocido con el Premio Formentor en 2018, candidato recurrente al Premio Nobel y considerado el escritor rumano más importante del presente, Cartarescu es también un hombre afable y cercano, desprovisto de la arrogancia habitual del medio literario. De la mano de su traductora, Marian Ochoa de Eribe, responsable de la versión en castellano de su obra, Cartarescu atendió a este periódico durante su estancia andaluza sin dejar de dar muestras por su preocupación respecto a la situación en Ucrania y en su propio país: “Rumanía no se ha puesto de rodillas ante la amenaza nuclear de Putin. Al contrario, nos hemos mantenido firmes y hemos acogido a refugiados porque sabemos bien que, si cae Ucrania, después vamos nosotros”.
-El año pasado, gracias a la publicación de su Poesía esencial, los lectores españoles pudimos leer en nuestra lengua sus primeros poemas, incluido La caída, inaugural en su trayectoria. El autor de La caída era un joven autor de veinte años. ¿Se sigue reconociendo en aquel escritor incipiente?
-Cuando escribí La caída yo no era aún escritor. Acababa de volver de la mili, todavía no tenía veinte años. Aquel verano me sentía extremadamente solo, había pasado un año en el servicio militar y había perdido el contacto con mis amigos. Se me pasaban semanas enteras sin hablar con nadie. Todavía no había publicado nada, había escrito sólo unos cuantos poemas en mis cuadernos. Por aquel entonces leía principalmente a Eliot y a Pound, además de otros como Carl Sandburg y algunos beatniks. Me apetecía hacer un poema culturalista, al estilo de Ezra Pound, lleno de citas y referencias, como una especie de cuadro sinóptico que representara la caída desde el Paraíso al Infierno en siete etapas. Cada etapa debía corresponderse, según el modelo joyceano, con un planeta o un color. Lo escribí en una semana y terminó siendo mi primer poema verdadero. De hecho, fue el poema que, cuatro años después de escribirlo, abrió mi primer libro publicado. Mi opinión a día de hoy sobre este poema es que la gente se lo toma demasiado en serio. Nunca le he concedido demasiada importancia. Es sólo un preámbulo de mi poesía, una especie de introducción.
-¿Definiría su poesía de aquellos años como una reacción contra la visión unitaria de la realidad impuesta en Rumanía por el contexto político?
-Cuando escribí La caída era un crío. No era consciente del término política en el sentido real de la palabra. Pensaba que la realidad comunista era la realidad. Hasta entonces sólo me había interesado la literatura pura, no era una persona madura en lo que se refiere a la política. Pero el concepto de ‘realidad’ me ha obsesionado toda la vida. Cada uno de mis libros es una respuesta a la pregunta acerca de qué es la realidad. Y creo que en mi último libro más significativo, Solenoide, he encontrado la respuesta. No es una respuesta muy original, pero para mí es la que está más cerca de la verdad: lo real es aquello que te provoca sufrimiento. Si no te provoca dolor, el objeto que estás tocando no es real. Pero he tenido que escribir durante cincuenta años para poder afirmar esto. Ha sido un largo camino en el que ha habido también definiciones orgánicas, biológicas, ontológicas, antropológicas, éticas y políticas. Fue después de entrar en la Facultad de Letras de la Universidad de Bucarest cuando comprendí por primera vez cómo era el mundo en que vivía. Me di cuenta de que vivía en una cárcel. Me veía expuesto a la mentira cada día, había un solo discurso y se nos pedía que cerráramos los ojos y creyéramos en este discurso a ciegas. Entonces, los de mi generación maduramos desde el punto de vista político y nos rebelamos contra el establishment. En aquel tiempo, los poetas beatniks norteamericanos se habían rebelado contra el establishment de derechas en Estados Unidos con motivo de la guerra de Vietnam y nosotros teníamos la misma furia que ellos, sólo que la dirigíamos contra los políticos de nuestro gobierno, que se declaraba de izquierdas aunque se trataba de un gobierno de una extrema derecha absoluta, fascista. Así, nuestra literatura, que venía siendo más o menos moderada, se convirtió en una expresión radical contra la dictadura. De hecho, cualquier tipo de pensamiento libre estaba en contra de la dictadura. Un poema de amor sincero estaba en contra de la dictadura. Como dice John Lennon, lo primero que tienes que hacer es liberar tu mente.
-¿En qué medida podemos aplicar esa noción de realidad al amor, una cuestión a la que ha dedicado buena parte de su poesía? ¿El amor sólo es real, entonces, si hace sufrir?
-No creo que existan amores felices. En tal caso, no deberían ser llamados amores. Si no sientes que se te clava un cuchillo en el corazón, eso no es amor. Por ejemplo, esas experiencias monstruosas que son los celos tienen que acompañar al amor. Es muy difícil imaginar un amor sin celos. Así que yo diría que sí, que en esta zona tan importante para cualquier ser humano se puede aplicar esta misma definición.
-Su novela Solenoide parte de un acontecimiento real: un joven poeta rumano lee su poema La caída en el Cenáculo, el círculo literario de la Universidad de Bucarest, y su lectura es recibida con absoluta indiferencia. Usted tuvo aquella misma experiencia con la diferencia de que su lectura fue un éxito y le abrió las puertas de la literatura. ¿Qué habría sucedido de haberse dado en usted la versión de su novela? Es decir, ¿es capaz de verse como un autor no reconocido?
-La esencia de Solenoide se establece en dos realidades paralelas que confluyen en un tiempo preciso, cuando este personaje lee su poema titulado La caída en el Cenáculo, como llamábamos al círculo literario de la Universidad de Bucarest. Este acontecimiento es real, yo tenía 22 años cuando leí ese poema en un encuentro al que acudió el crítico literario más importante de la Rumanía de entonces, Nicolae Manolescu, cuyo criterio era imbatible y cuyo poder en el ámbito cultural era enorme. Se podía decir que él fijaba la ley en la literatura contemporánea. Yo era un crío que no había publicado nada y me dio por leer un poema en este Cenáculo que dirigía este crítico. Tuve un éxito que no esperaba en absoluto. Manolescu alabó mucho mi poema, llegó a decir que no había escuchado nada tan poderoso en los últimos diez años. En cierto sentido, fue entonces cuando entré verdaderamente en el mundo de la literatura. Pero, pasado el tiempo, llegué a plantearme si realmente estuvo bien que aquel episodio sucediera como lo hizo. No entré en la literatura únicamente en el sentido de escribir libros, también en todo lo relacionado con el foro literario, en la búsqueda de reseñas, premios, la gloria, todo lo feo de ese mundo. En aquel momento me pregunté si realmente había merecido la pena ser un escritor reconocido, pagar aquel precio. Si no habría sido mejor quedarme como un hombre que escribe para sí mismo, con una sinceridad kafkiana y con el anonimato de Lautréamont. Y tuve la revelación de que debía haber sido precisamente así, un escritor radical, sin ninguna concesión, que escribiera únicamente para sí mismo. Y éste terminó siendo mi personaje, una especie de fantasma mío, el fantasma del escritor absoluto. Poco a poco, a medida que escribía Solenoide, me di cuenta de que sólo se puede escribir así, como escribía Kafka, solamente para uno mismo. Toda la novela gira en torno a esta meditación, a la diferencia entre un escritor verdadero y uno falso. Lo interesante es que la novela es la obra de los dos escritores: uno escribe con su bolígrafo por el haz de la página y el otro apoya con su bolígrafo la escritura desde el envés de la misma página.
-En una entrevista anterior hacía usted una distinción interesante entre imaginación y fantasía. Cualquiera puede imaginar un juicio, decía usted, pero sólo Kafka fue capaz de escribir El proceso. ¿Es la fantasía una condición sine qua non para la creación literaria?
-Los románticos alemanes del siglo XIX ya hacían esta distinción entre imaginación y fantasía. La imaginación para ellos era mecánica, inventaba cosas combinando otras, como cuando creas un animal nuevo combinando partes de animales reales, pero ellos consideraban que no hay que hacerlo así. La imaginación es cuantitativa. De hecho, entraña la muerte de la creación. El verdadero camino es la fantasía, es decir, el símbolo, la metáfora reveladora, todo lo que nos viene dictado desde el subconsciente, el poder de los traumas iniciales y de la parte oscura del alma. Los románticos alemanes reconocían en este fantasma la fuerza de la creación, por lo que, para ellos, en cierto sentido, la creación era algo diabólico. Posteriormente, esta idea de que el mal contribuye a la creación literaria fue recogida por escritores modernos como Lautréamont, Kafka y hasta Roberto Bolaño. En cierto sentido, la fantasía viene dictada por nuestro interior, por nuestro espíritu más profundo. Podemos comparar, por ejemplo, la obra de Ernesto Sábato con la de Carlos Fuentes. En la obra de Sábato sólo hay fantasía, una fantasía muy honda, muy intensa, propia de un romanticismo oscuro y poderoso; sin embargo, muchas obras de Carlos Fuentes muestran cierta frivolidad en la medida en que su imaginación es externa. Por eso considero que Sábato es el Dante Alighieri de la época moderna y, sin embargo, tal vez con la excepción de Terra Nostra, Fuentes no es un escritor convincente. Por supuesto, no estoy siendo justo con Fuentes, pero al fin y al cabo ésta sería la situación.
-Sus novelas y relatos proceden de un ámbito de creación común con la poesía. Sin embargo, ¿por qué decidió en día dar el salto desde sus poemas y contar historias a través de relatos y novelas, con sus personajes, su acción y su estructura narrativa? ¿Necesitaba un caudal de expresión distinto del poema para decir lo que quería decir?
-Gógol definió su novela Almas muertas como un poema. Dostoievski bautizó sus Noches blancas como Poema de San Petersburgo. En un caso y otro hablamos de novelas propiamente dichas, reconocibles como tales, pero las dos nacen de una idea poética: la idea de una Rusia imaginaria en el caso de Gógol y la idea de un amor cercana a García Márquez, avant la lettre, en el caso de Dostoievski. Se nota perfectamente cuándo una novela se puede llamar poema. Y claro que puede tener acción, un desarrollo narrativo y decenas de personajes y seguir siendo un poema. Puede seguir impresionando como un poema. Un narrador puede golpear el plexo como lo hace un poeta. De hecho, considero que un texto literario tiene muchos niveles. Una novela debe partir de la realidad, contar lo que cuenta con un tono objetivo y con una construcción creíble, pero el siguiente nivel debe contar con cierta plasticidad estética. Es como si en un primer nivel construyeras una catedral y en un segundo nivel la decorases. El último nivel es la consagración de la catedral, y esto sólo lo hacen los escritores más grandes, los que confieren a la catedral su carácter sacro. Sólo los mejores escritores pueden desarrollar con plenitud los tres niveles, pero todos los buenos escritores los tienen en mayor o menor medida. Por ejemplo, Mario Vargas Llosa es un escritor muy bueno en un nivel profesional, un novelista en el mayor sentido de la palabra. También es un esteta, capaz de construir parábolas extraordinarias, como en La tía Julia y el escribidor. Y algunas de sus novelas llegan al nivel de lo sagrado, como en ¿Quién mató a Palomino Moreno?, donde Vargas Llosa se pregunta de dónde viene el mal y ofrece una respuesta extraordinaria: el mal viene de todas partes, rodea y martiriza el bien. El protagonista es un espíritu puro, que se enamora de quien no debe y a quien matan todos los demás personajes, que conspiran contra él. Es un libro lúcido de una manera horrible. Aquí es donde Vargas Llosa alcanza lo sublime.
-Precisamente, ¿la aspiración a lo sagrado puede darse en su obra desde un punto de partida cercano al arte, a lo plástico? Recuerdo la batalla de ángeles y demonios en Cegador inspirada en los frescos de los monasterios rumanos.
-En Cegador hay una influencia muy importante, la del pintor Desiderio Monsù. En realidad, este nombre se refiere a dos pintores, François de Nomé y Didier Barra, que procedían de Alsacia. Estos dos pintores pintaron sólo paisajes inexistentes, ciudadelas inventadas, palacios imaginados, todo siempre en ruinas. Y a partir de la obra de Desiderio Monsù se despliega gran parte de la imaginería del libro, las bóvedas colosales que aparecen en todas partes, los laberintos subterráneos, todo eso lo encontré en Desiderio Monsú, que me impresionó profundamente. De hecho, muchos de los paisajes subterráneos que aparecen en Solenoide son los paisajes subterráneos de mi alma.
-Vuelvo a Cegador: su novela puede leerse como una reivindicación del individuo frente a la Historia. A raíz de la invasión de Ucrania a manos de Rusia y del peligro que amenaza al proyecto europeo, ¿cree que la dignidad del individuo puede difuminarse o incluso desaparecer ante poderes políticos como el de Rusia?
-Por lo que parece, lo que podemos pensar es que va a suceder lo contrario. Esta guerra en Ucrania no está destruyendo al individuo, lo está revelando. Quien quiere destruir al individuo es el agresor, la Rusia de Putin, quien por su parte quiere resucitar la Unión Soviética, que fue un poder nivelador. A excepción de unos cuantos mandatarios de la cúspide, todos los demás eran anónimos e intercambiables. Éste es el principal peligro que nos amenaza ahora, pero el mundo no quiere ser esclavo de Putin y se ha movilizado para que ese sueño paranoico no se realice. En contra de su voluntad, Putin ha unificado el mundo. Y cuando más se empeñe en destruir Ucrania, más unido va a estar el mundo. Sólo hay un momento en que sabemos bien qué es la libertad, y es cuando la vemos amenazada, cuando creemos que podemos perderla. Es muy interesante comprobar cómo un concepto anticuado como el del heroísmo se ha reactivado ahora. De hecho, esto demuestra que, en los momentos críticos, la gente necesita recuperar determinados valores considerados antiguos. El presidente de Ucrania es visto hoy como un héroe mundial, y es verdad, con lo que, con él, reaparece el mito de un hombre que salva al mundo.
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