Cultura

Un niño en la plaza de toros de Cartagena

  • En una pieza centrada en las confidencias del diestro Espartaco, Pérez-Reverte contó que en las guerras que cubrió encontró las mismas reglas que en el mundo del toro

Cuando el actor Viggo Mortensen vino a España para encarnarse en el capitán Alatriste, el creador del personaje le dijo que lo único que en la España actual podía parecerse a aquel estoico espadachín del siglo XVII era un torero. Es una de las muchas cosas que Arturo Pérez-Reverte le debe a la tauromaquia y que fue desgranando en el pregón taurino que ayer pronunció en el teatro Lope de Vega.

A la hora en la que el Resucitado rebasaba la calle Santa Ángela de la Cruz, el novelista cartagenero iniciaba esta glosa de los matadores. Resurrección y matador en el mismo día, paradoja que le divertía al empresario taurino Diodoro Canorea. La educación sentimental de Pérez-Reverte no fue la de Flaubert. Se la debe a su abuelo, que cada domingo de toros "cogía el sombrero panamá y se metía dos puros en el bolsillo superior de la chaqueta". Tomaba de la mano a su nieto y se iban "detrás de las mulillas y la banda de música camino de la plaza".

En el Lope de Vega, el pregonero escuchó los pasodobles Maestranza Sevillana y Amparito Roca interpretados por la Banda Municipal bajo la dirección del ubicuo Francisco Javier Gutiérrez: pregón de Semana Santa, Miserere de Eslava, Santo Entierro (lluvia incluida).

"Yo de toros sé muy poco. O lo justo". No es un especialista. "Pero se trata de Sevilla, y por ahí me enganchó el pitón". Pregonar la temporada taurina en la Maestranza es, en metáfora que atribuyó a un escritor británico, "como estar casado con una duquesa (inglesa, por supuesto). El honor es mayor que el placer".

Cuando aquel niño iba a los toros con su abuelo "lo políticamente correcto estaba todavía tan lejos como la Luna. Los psicoterapeutas, psicopedagogos y psicodemagogos no se habían hecho amos de la educación infantil. Nadie obligaba a los niños varones a jugar con cocinitas y nancys para evitar que fuesen repugnantes machistas". Eran otros tiempos, tiempos "en los que nadie ponía objeciones a que un niño fuese a los toros con su abuelo".

En las plazas de toros aprendió a valorar lo que hoy valora. "Esas dos palabras, valor y dignidad, constituyen la única, la máxima, la verdadera aristocracia del género humano". Y conoció la inflexible ley del riesgo. "Lamentablemente, a veces tienen que caer toreros. Si la muerte no jugase la partida de modo equitativo, nada de todo esto tendría sentido".

Con esa instrucción familiar aprendió a mirar. Fue una educación "visual, sensorial, íntima". Lo más asombroso es que allí se estaban cimentando una serie de conceptos -"dignidad, coraje, resignación, vida y muerte"- que más adelante, en los 21 años en los que ejerció el periodismo de guerra en "la geografía del desastre", se repetirían. Ya no Linares o Talavera, sino Sarajevo o Managua. "Las reglas, descubrí con asombro, eran las mismas. Las mismas palabras".

El pregonero se postuló como Chaves Nogales de Espartaco. El apodo de Juan Antonio Ruiz, diestro de Espartinas, busca esos tiempos en los que la afición gozaba en el ruedo con gladiadores como Reverte, estoquedador de Alcalá del Río evocado por Carlos Herrera con una letrilla de doña Concha Piquer. Pérez-Reverte compartió un periodo de la carrera de Espartaco, "de hotel en hotel, de venta en venta". El diestro que se quedó sin infancia y sin juventud por los toros. Que quería ser futbolista y soñaba con cazar antílopes en safaris en Kenia, el mismo sueño infantil de Juan Belmonte según Chaves Nogales.

El pregón tuvo tres suertes: la infancia, sus reflexiones sobre la fiesta -desdén por las charlotadas, las brutalidades y el guirigay peñista- y estas confidencias de Espartaco. Un tercer sumando del pregón que era como un reportaje leído. Un material que se disfruta mucho más en la lectura reposada del texto original que sentado en el patio de butacas de un teatro. De hecho, nadie interrumpió con aplausos al pregonero. Quizás porque nadie aplaude mientras lee. Ni a García Márquez.

Si Antonio Burgos empezó su pregón de Semana Santa con una cita de Silvio, Pérez-Reverte inició el suyo con una cita de Burgos. No se prodigó en otras referencias. Sólo se citó a sí mismo, leyendo dos párrafos de su novela La piel del tambor. Con el segundo puso el cierre a su pregón. Es el momento de la novela en el que evoca un domingo de Curro en la Maestranza y repasa los once bares trianeros del Altozano.

No había toreros en el Lope de Vega. Sólo Espartaco, el protagonista del pregón, acompañado por su esposa, Patricia Rato, tan importante en el relato del pregonero. En las horas previas, cuando los hombres de su cuadrilla, sacados de un cuadro de Solana, vienen con el lote de la tarde, los números 17 y 37, a la habitación del hotel. En su tercera entrega de Tu rostro mañana, el volumen titulado Veneno y sombra y adiós, Javier Marías, otrora compañero de paseíllo impreso de Pérez-Reverte, habla en las primeras páginas de la vergüenza torera y dice que los toreros "temen al horror narrativo (la muerte contada) más que a la peste". Horas después del pregón, se abría la temporada. En el cartel, Enrique Ponce, el torero que le hizo llorar una tarde en Burgos. Salen del teatro y preside la escena la estatua del Cid sobre Babieca. El héroe burgalés que tenía un homónimo de Salteras compartiendo cartel y paseíllo con Ponce.

Reiteró su fascinación por Sevilla. Una ciudad de la que "estoy loca, perdidamente enamorado". Hechizo de una noche anterior al tranvía en la que dejó el automóvil "en una plaza desierta y silenciosa donde se orillaban una catedral, un alcázar, una mezquita árabe y una vieja sinagoga".

Al final, se abrazó con Espartaco. Su Alatriste sevillano. El niño que se hizo torero por necesidad y que mató tantos toros, tres mil, como enemigos debió abatir el capitán en Flandes.

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