La película de la vida: una emocionante obra maestra

Crítica 'El árbol de la vida'

Jessica Chastain, una madre de sensibilidad panteísta que representa el lado amable de la familia.
Jessica Chastain, una madre de sensibilidad panteísta que representa el lado amable de la familia.
Carlos Colón

17 de septiembre 2011 - 05:00

El árbol de la vida. Drama, EEUU, 2011, 139 min. Dirección: Terrence Malick. Guión: Terrence Malick. Intérpretes: Brad Pitt, Sean Penn, Jessica Chastain, Fiona Shaw, Kari Matchett, Hunter McCracken, Laramie Eppler, Tye Sheridan. Fotografía: Emmanuel Lubezki. Música: Alexandre Desplat.

El árbol de la vida es un antiquísimo símbolo, común a muchas culturas, que representa la unión entre todas las formas de vida. En el judeocristianismo el árbol de la vida preside el principio y el final de los tiempos. Estaba en el centro del Edén, junto al de la ciencia del bien y del mal, siéndole prohibido al hombre su fruto tras la caída ("Y habiendo expulsado al hombre, puso delante del jardín de Edén querubines, y la llama de espada vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida", Génesis). Y estará en el Reino de Dios tras el fin de los tiempos ("Al vencedor le daré de comer del árbol de la vida, que se encuentra en el Paraíso de Dios", Apocalipsis).

El esquivo e invisible Terrence Malick, filósofo metido a cineasta que ha destilado con ésta cinco películas en 38 años -Malas tierras, Días del cielo, La delgada línea roja, El nuevo mundo- ha tenido los arrestos de ir desde el Génesis (la creación) al Apocalipsis (el Reino de Dios en el que no habrá lágrimas ni olvido) a través de la vida cotidiana de una familia de clase media que vive en una pequeña ciudad tejana de la feliz América de los años 50, recreada a través de los recuerdos de uno de los hijos (Sean Penn) que afronta una grave crisis personal que le devuelve a un pasado de felicidad y desdicha, plenitud y desgarro. Debe afrontar hoy la decisión que su madre le planteó hace muchos años, en la frase que abre en off la película: "Hay dos caminos que puedes seguir en la vida: el de la naturaleza y el de la Gracia (mal traducido en la versión doblada al español por el de lo divino). Debes elegir cuál vas a seguir".

Pocas veces, por no decir ninguna, he visto mejor representada la compleja mecánica emocional -tan ambigua como todo lo humano- de la familia: la voluntaria represión emocional de un padre (Brad Pitt) que oculta su ternura -hasta el extremo de la máxima severidad- para educar a sus hijos con la dureza que su creencia en la fatalidad del destino y la crueldad de la vida exigen, sobre todo para que sean sus propios jefes y no dependan de nadie; la opuesta sensibilidad panteísta de la madre (Jessica Chastain) que cree instintivamente en el amor, la felicidad, la bondad y la belleza; la indefensión emocional de la infancia siempre hambrienta de ternura; los caracteres opuestos de los pequeños hermanos que se quieren con una intensidad que la muerte convertirá en herida incurable (Hunter McCraken, excepcional en una interpretación de rara intensidad trágica para un niño y Tye Sheridan, conmovedora encarnación de la inocencia); el trauma del hijo que confunde la dureza del padre con desamor; el drama del padre que se da cuenta demasiado tarde que hay abrazos no dados que ya nunca podrá dar; el descubrimiento desgarrador de la íntima fractura del padre, obligado a representar ante sus hijos al triunfador americano, autosuficiente y duro. Es todo tan auténtico, son tan intensas las interpretaciones, hay tanta verdad en las imágenes, que a veces parece que la película estuviera hecha con trozos de filmaciones domésticas. Si es que éstas pudieran captar las más íntimas emociones y el pulso -aire, hojas, viento, agua, caricias, lágrimas- de la vida.

Estamos en los territorios de Job. La película se abre con la cita de la dura y airada respuesta de Yahvé a Job: "¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia". Estamos, desde la inicial voz en off sobre la elección entre naturaleza y Gracia, en los terrenos de Santo Tomás: "El bien de la gracia de uno es mayor que el bien natural de todo el universo". Estamos en los territorios de Pascal: desconcertante fragilidad y grandeza de la vida humana. O en los de Heidegger -"¿por qué el ser y no más bien la nada?"- sobre quien Terrence Malick escribió su tesis doctoral. Y el milagro es que todo se plantea sin pedantería ni verbalismo, a través de imágenes -rostros, objetos y paisajes- tan sensuales, puras, hermosas y emocionantes que en muchos momentos es difícil contener las lágrimas. Asombroso. Pero es que no estamos ante un ensayo, sino ante el puro cine en el que la narración se hace poesía visual y sonora.

Desde Kubrick no he visto un uso tan deslumbrante de las posibilidades técnicas y expresivas de la cámara y el sonido (incluyendo el silencio). Desde Fellini no he visto hacer un uso tan personal -casi al límite de la confesión- del cine de gran formato de producción. Desde Tarkovski no he visto plantearse en una película, con tan sensorial radicalidad visual, las preguntas cuyas respuestas pueden dar o quitar sentido a la vida, y a su carga de dolor, de alegría, de pérdida, de amor. Desde Terence Davies no he visto retratar con tanta delicadeza, sensibilidad y hondura el éxtasis y la indefensión emocional de la infancia. Y sin embargo esta película gigantesca y ambiciosa hasta la soberbia no copia los universos de Kubrick (aunque algo de 2001: una odisea del espacio hay en ella), de Fellini (aunque mucho de Ocho y medio hay en ella, sobre todo el uso de la voz en off susurrada como recuerdo de la madre y monólogo interior), de Tarkovski (aunque algo de Sacrificio hay en ella) o de Davies (aunque no poco de El largo día acaba impregna la representación de las relaciones entre el niño y su madre). Coincidencias, tal vez. O sabiduría de quien sabe dónde están las fuentes de la maestría.

El propio Malick y cinco montadores logran el mejor montaje visual y sonoro que he visto en muchos años. El montaje es la estrella de la película y en él reside su sobrecogedora fuerza emocional; él logra fundir lo universal y lo particular haciendo de todos los tiempos el de una vida y de todas las voces la de una memoria; a la vez que hace de un tiempo concreto todos los tiempos, desde la creación del universo hasta su extinción, y de unas vidas concretas todas las vidas, desde los primeros seres vivos sufrientes (el pequeño dinosaurio que jadea aterrado bajo la garra del tiranosaurio) hasta hoy. Es también el montaje lo que le permite a Malick casi prescindir de los diálogos para hacer recaer todo el peso significativo y emocional sobre las imágenes, los sonidos y la música. Se comprende que haya tardado más de un año en montarla. Y se intuye -¡ojalá!- que se editará en DVD una versión más extensa.

No teman, tras lo leído, que se trate de cine para iniciados, de ingrata visión o de difícil comprensión. Se trata, simplemente, de arte. Basta contemplar y dejarse llevar por la emoción y la belleza de las imágenes, por la luz prodigiosamente captada por el director de fotografía Emmanuel Lubezki y por las músicas de Brahms, Mahler, Smetana, Mozart o Alexandre Desplat. Tal vez sea la película intimista y autobiográfica más auténtica, sinceramente creativa y libre que haya visto desde Ocho y medio de Fellini. Y esto ya es decir mucho. Mereció la Palma de Oro de Cannes. Mereció el premio de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica, otorgado por doscientos críticos de todo el mundo. Merece que ustedes la vean. Y ustedes merecen verla.

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