Marco | Crítica
La verdad del embaucador
Tribuna
Ha transcurrido más de una semana desde que la Bienal de Sevilla pusiese su "broche de oro final al más importante acontecimiento del flamenco en el mundo" (así reza en la web oficial del evento) y continúa vivo, vivificado, el fuego cruzado entre apocalípticos e integrados, entre defensores y detractores de vanguardia y tradición; entre exaltados apóstoles de la imprescindible libertad creadora del artista y furibundos defensores de la sacrosanta ortodoxia de este arte nuestro. La batalla -virulenta, grosera en muchos casos y casi siempre descalificadora del contrario— se sigue librando en las redes sociales con un ardor tan estentóreo que arrastra a la Bienal y a su dirección artística y llega hasta el máximo responsable político del evento: el alcalde de Sevilla.
Lejos de significar esto -esta pasión, este ardor guerrero en defensa de una convicción- la manifestación de un conflicto con ideas encontradas sobre lo que la Bienal y el flamenco son y deberían ser hoy, estamos asistiendo a una manifestación más, propiciada y amplificada por las redes sociales, del enconado belicismo de trincheras que se está imponiendo como norma de coexistencia frente al deseable modelo de respetuosa convivencia. Se trata de imponer un modelo binario, de blancos y negros, donde la riquísima gama de grises -la vida misma- es despreciada y sustituida por el cruce de estentóreos eslóganes encontrados e irreconciliables; fruto de la inmediatez visceral de la descalificación del otro y no de la calmada reflexión sobre ideas contrapuestas. De ahí que la Bienal aparezca como un arma arrojadiza; soslayándose la materia misma que debería concitar toda nuestra atención.
El fuego cruzado en torno a la Bienal podría resumirse así: desde una posición, se ha considerado esta Bienal (también, las últimas: no nos olvidemos) como una afrenta al flamenco y un deprecio hacia la ciudad de Sevilla; desde la contraria, se elogia la decidida apuesta por la libre creación y un futuro del flamenco sin etiquetas ni mangoneos por parte de la vieja crítica, revuelta al final de su pontificado talibán. A ojos de este bando, lo que ha firmado su finiquito es la propia Bienal y el flamenco: de seguir en manos de sus mismos ejecutores, sentencian.
En este contexto de confluencia radicalizada de pareceres (en nuestra España, en la Bienal) que tan dañina e improductiva me parece, querría introducir algunos matices. El primero de ellos es que no convendría poner en el mismo saco las impresiones sobre el flamenco y sobre el evento sevillano. El flamenco es un arte vivo, joven, singularísimo, con un presente esplendoroso y un maravilloso futuro por escribir y que, como tal, pertenece a los artistas actuales, quienes han ido conjugando el conocimiento de la tradición con su aportación personal en la medida que han sabido, querido y podido combinar ambos ingredientes, presentes en cualquier proceso creativo. Esta evolución se ha ido produciendo en el flamenco tanto en un sentido unidireccional como centrífugo; contaminándose felizmente en sus viajes de ida y vuelta, con el re-conocimiento mutuo de otras culturas musicales y dancísticas limítrofes.
Decía que el flamenco es un arte joven: en su desarrollo en el escenario, no llega al siglo y medio. Frente a otras manifestaciones escénicas occidentales cuya historia puede rastrearse retrocediendo milenios (lo que les ha permitido un proceso evolutivo por decantación natural), el arte flamenco actual (y me refiero a la danza, fundamentalmente: su manifestación más compleja) no ha dispuesto del tiempo de gestación suficiente para que sus productos no pongan en evidencia, en muchos casos, las incongruencias y malformaciones propias de paternidades magistrales no asimiladas: por inmaduras o, peor, por desconocidas.
Voy a decir una obviedad: concebir un espectáculo flamenco no permite la misma libertad creativa que escribir un poema: y esto, ni siquiera en los casos -muy raros— donde el artista tiene tal grado de reconocimiento que se permite hacer lo que se le ocurre. El factor que discrimina es el económico: debe hacerse una inversión (aparte del trabajo) para realizarlo, alguien (en España, casi siempre la Administración) debe pagar para contratarlo y -sería deseable— el público debería acudir a verlo. En esta ecuación -y ciñéndonos a nuestro país-, resulta notorio que la fuerza motriz más significativa de la creación flamenca actual no reside ni en perseguir la respuesta masiva del público -las excepciones, todos las conocemos— ni en el suicidio empresarial de lo hago porque es lo que necesito hacer; sino en una sobrevenida ola de pseudo-modernidad unida a una enfatización de la introspección personal, en busca de la anécdota emocional o del mejor autoconocimiento.
Un paso más: la Administración, el teatro es el tercer vértice necesario del triángulo anterior: quien paga por el espectáculo. Pero un evento como la Bienal de Sevilla (o como el Festival de Jerez) es mucho más: es una marca reconocida, de prestigio mundial, que, al contratar más de sesenta espectáculos en un mes, crea tendencia, marca una determinada jerarquía estética, prioriza unas propuestas frente a otras, enfoca la idoneidad de nuevos proyectos para futuras citas.
De ahí que un evento como la Bienal -y ciñéndome a sus contenidos artísticos- tenga una gran responsabilidad con el presente y el futuro del flamenco: como guía, como brújula, como muestra sincrónica, como acicate para los jóvenes talentos y las nuevas creaciones. Y esto, no tanto porque le corresponda usurpar cometidos de las Administraciones que no le son propios ni intervenir en la libertad creadora de los artistas; sino porque, de su consecuente intermediación como programador, depende la confianza (no digo aquiescencia) de unos públicos que acuden a Sevilla, en pos de esa emoción extraordinaria y única que llamamos flamenco.
Por todo ello, no creo que a la Bienal de Flamenco de Sevilla le encaje, hoy, un perfil sustancialmente experimental, de vanguardia. Pienso que le corresponde ser un compendio de la maravillosa diversidad creadora del flamenco, en una programación bien organizada y empaquetada en base a criterios artísticos manifiestos, que dirijan inequívocamente las potenciales demandas del público. No creo que la apuesta por la novedad -por el estreno— sea un valor en sí mismo; sino que ésta debería quedar limitada a las reales necesidades de producción de los artistas y a las expectativas ciertas de explotación del espectáculo: aplicar aquí el principio de sostenibilidad y rentabilidad de la inversión me parece esencial en el mundo de hoy.
Creo que la Bienal debe permitir la feraz convivencia de los maestros y artistas consagrados con los jóvenes. Y creo que la Bienal debe tener un mayor grado de connivencia con los artistas sevillanos; quienes, a su vez, deben aceptar que la Bienal no es su coto privativo.
En cualquier caso, el éxito de un evento como la Bienal no se soporta solo en una programación artística consecuente; sino que debe sustentarse en un proyecto que defina claramente sus objetivos (artísticos y no artísticos), su modelo organizativo y sus recursos económicos y humanos: esto debería ser previo a todo, pero no lo es.
Con anterioridad al nombramiento de una dirección artística, es necesario contar con los argumentos que encaminen la elección de ésta: qué papel juega la Bienal para el flamenco y para Sevilla, que otros objetivos de ciudad (aparte de los artísticos) debe cumplir, qué modelo organizativo y operativo necesita, de qué grado de autonomía se le dota, cómo se financia.
La crónica de la Bienal de 2024 no debería volver a escribirse en blanco y negro. Tiempo hay para que el más importante acontecimiento del flamenco en el mundo empiece a responder al auténtico significado de este eslogan de forma veraz y atinada. Sería una gran noticia para Sevilla y para el flamenco.
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